Año de frustraciones

Año de frustraciones

PEDRO GIL ITURBIDES
Me siento perplejo. Desde el alba al anochecer escucho que el país creció a un ritmo de 8.8% y me pregunto si cuando ello ocurría me encontraba en la Luna. Lo cierto es que los sectores cuyo papel determina este crecimiento no se apoyan en suficiente mano de obra como para alentar la promoción económica individual. De manera que el crecimiento del producto nacional es un registro estadístico que en nada se relaciona con la situación del pueblo. Por ello quizá, cierro el año con la faltriquera vacía, y el ánimo destemplado. Porque se ha ampliado la brecha entre el costo de vida y los ingresos para las familias de clase media.

Me digo sin embargo, que mi egoísmo no debe llegar a extremos como éstos en que me encuentro. “No puedes pensar por ti y en ti”, me digo. “Fíjate en cuantos, desde muy contadas posiciones públicas, exhiben radiantes sonrisas.

Tú no has crecido, pero ellos sí. Y luego me recrimino. «Recuerda, me digo, la enseñanza evangélica que te advierte no mirar sobre la paja del ojo ajeno, sino sobre la viga del mío». Pero la viga del mío tiene carcoma, en tanto los del crecimiento lucen pajas lustrosas.               Lo he  notado al cerrar cada mes del año. Entonces tengo que meter en una tómbola los montos de mis acreencias y los nombres de mis acreedores para sortear los abonos. En tales instantes no puedo menos que preguntarme a dónde fue a parar mi crecimiento.

En algún lado quedó, mientras se abría paso hacia nosotros. Y desisto de estas reflexiones para contemplar la paja en los ojos de otros vecinos, a cuyas casas tampoco llegó el dichoso crecimiento. ¡Si por lo menos dejasen de llorar para contemplarle la niña del ojo sin estas lacrimosidades! Mas no

quieren tranquilizarse. Me sacan en cara que mi sosiego deriva de mis abultados ingresos. «Tú estás entre aquellos a los que el elevado crecimiento de la economía tocó en suerte», me espetan. Y cuando intento explicarles que mis cuitas son mayores, me echan la puerta en las narices.

Me acerco al vendedor de frío frío de la esquina. Con la tozuda perseverancia con que Diandino construye el tren urbano de pasajeros, él acude a su esquina con su güayo de hielo y sus botellas de sabores. «Este fue alcanzado por el crecimiento del 8.8%», me animo. Y en un intento de conocer los mecanismos usados para conseguir sus objetivos, me acerco en puntillas hasta su carrito. Los improperios con que me recibe son impublicables. Me asegura que sus aspiraciones son las de quedar incluido en el crecimiento del 9% del año entrante y entre aquellos que logren uno del más de medio millón de empleos que se crearán. Pero que hasta ahora güaya vidrio con la parte corporal vecina del cóccix.

Pienso que esos recursos que se gastan en hacernos saber que la economía creció, debían invertirse en otros objetivos. Verbigracia, si éstos y otros que se destinan a gastos superfluos se invirtieran para estimular sectores que influyen más activamente sobre la economía, el fenómeno del crecimiento sería notorio. No sería necesario hablar de él. Porque la expansión que alienta la promoción económica y social de sectores marginados de la población no requiere anuncios. Su impacto es tan decisivo que la gente lo nota cuando accede a una mejor calidad de vida. El que requiere esa intensa promoción es ese otro crecimiento reservado a unos pocos en la sociedad. O que se explica por las inversiones en sectores que emplean poco talento humano.

Desde el punto de vista político, experiencias recientes debían ser retomadas para evitar padecimientos sufridos por algunos partidos. ¿Por qué esgrimir otra vez aquellas formas de publicidad que han probado escaso poder de convicción? ¿Es que no se reconocen los efectos de la propaganda masiva de ocasiones anteriores, y los resultados de las elecciones de medio tiempo de entonces?

Es verdad que las condiciones son diferentes. Ya han desaparecido voces como las del doctor Joaquín Balaguer o la del doctor José Francisco Peña Gómez. Al fallecimiento de este último durante el proceso inmediatamente anterior a unos comicios, atribuyeron algunos los resultados de aquella hora. Pero, ¿qué habría ocurrido si el pueblo hubiere sentido satisfacción? ¿El fallecimiento de Peña Gómez hubiera determinado el triunfo de sus parciales, como se produjo en la oportunidad?

Me detengo ahora, todavía perplejo. Va llegando el ocaso del año sin que mis cuentas tengan arreglo. Mis ingresos carecen de la versatilidad del elástico. Las acreencias en cambio, no cesan de crecer, estragando los ingresos que carecen de esa particularidad achacable al elástico, y a las deudas. Por tanto, al acercarse la hora de término del año, no me queda más remedio que bautizar tan agobiante período como «Año de las Frustraciones».

¿O le tienen ustedes otra denominación?

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