Añoranzas presupuestarias

Añoranzas presupuestarias

Cuando derriban a Alejandrito Woss y Gil en noviembre de 1903, jimenistas y horacistas forman una coalición en la persona de Carlos Morales Langüasco. Este último jimenista no se hallaba en buenas con sus parciales, que entendían los pretirió por favorecer a sus contrarios. Y a poco, resultado de tal percepción y de las inquietudes que derivan de ello, se retorna a la revolución.

Morales, que comenzó en el sacerdocio, era más bien hombre de armas, y venció las plazas alzadas. Pero quedó solo.

Un factor conspiraba contra su régimen: su deseo de organizar las finanzas públicas. Contra ese factor se levantaron los dominicanos casi continuamente, desde el nacimiento de la República. Y aunque no con levantamientos, con maña, lo hicimos también durante los mandatos coloniales, depredando lo que el tesoro real generaba o lo que llegaba como situado o subsidio. Libres y soberanos para decirlo a voz en cuello, impusimos este desorden del cual muy brevemente hemos logrado levantarnos para volver a tropezar.

En el corto mandato de Morales Langüasco se intentó lo uno y se vivió lo otro. Tenía el concepto de que los fondos públicos, es decir, aquello que el fisco recibe del procomún, debe destinarse a éste. Pero cuando venía un general de conchoprimo en busca «de lo suyo», le decía que esos recursos debían dedicarse a las escuelas, a las obras públicas, al progreso del país.

¡Craso error! Porque asediado, acorralado, aislado debido a sus maneras de actuar, lo tumbaron.

Como aquella coalición era de horacistas y jimenistas, y él, de los últimos había favorecido empero a los primeros, quedó Ramón Cáceres al frente de la cosa pública. También a éste lo animaba el deseo de organizar las finanzas públicas, pues ambos tenían un asesor que en ello tenía sus miras. Por lo cual, lo mismo que su predecesor, creía que los fondos públicos eran para hacer que el país creciera, que la nación se fortaleciese, que el pueblo tuviese una vida mejor.

Con la diplomacia que no fue propia de Morales Langüasco, fue llevando el fisco nacional hacia el mismo objetivo que inútilmente intentara veinticinco años antes, el Presbítero Fernando Arturo de Meriño. Quien consagrado Obispo más tarde asumió en 1881 la Presidencia de la República, era hombre de firmas convicciones. Cuando dictó el decreto por el cual se sujetaba a juicio sumario y a pena de muerte todo el que hallado con armas mantuviese actitud levantisca, no le tembló el pulso. Al momento en que ahora intentaba lo mismo el Presidente Cáceres, Monseñor de Meriño moría.

Ha contado otro ilustre sacerdote al que años después Rafael L. Trujillo impidió lo consagrasen Obispo y ocupara la sede Arzobispal de Santo Domingo, Rafael J. Castellanos, del instante en que Monseñor Adolfo Alejandro Nouel conversaba con Meriño. Habiéndolo confesado y administrado el sacramento de la extremaunción, Nouel notó que no le hablaba del decreto del 31 de mayo de 1881. ¿Acaso no murió gran cantidad de gente a causa de la aplicación de aquél decreto?

Meriño respondió que su conciencia no le acusaba de ello. Representaba él a la República cuando acudió a dicho expediente, y portaba la espada de la nación. Cuantos topetaron con ésta, fueron víctimas de sus propias conductas. Tal vez no supo Cáceres de esta conversación entre el Arzobispo que moría a cinco cuadras de su casa y su Obispo coadjutor. Pero como aquél, tenía plena conciencia de que la conducta cerril, el atávico desorden del que hacemos gala, la predación a que sometemos el erario público, no podía continuar. Y enfrentó a los que se levantaron en la Linea Noroeste.

Peló la región. La sometió a lo que fue denominada la reconcentración, procedimiento por el que gentes y crianzas debían concentrarse en comunidades determinadas, para evitar las acciones guerrilleras. No pudo sin embargo contra la acechanza artera y el encono personal, y fue víctima del ataque aleve el 18 de noviembre de 1911.

Con ello perdía la República su segundo y consecutivo intento de dedicar las finanzas públicas al bien común. En lo adelante llegó el desorden tal como se viviera antes o como lo hemos vivido después. De él salimos bajo la ocupación por soldados de Estados Unidos de Norteamérica, que impusieron un orden fiscal que, conocido por todos, nos negábamos a aplicar. Y de éstos con un interregno democrático, saltamos a Trujillo que finalmente estableció los procedimientos presupuestarios que fraguaron el crecimiento. Dañó su obra, sin embargo, tiñéndola de sangre, saña y codicia.

Ese período fue superado, y para satisfacción patria, ya no nos levantamos para descuartizar al que manda y estragar el erario público. Ahora nos inscribimos en su partido y le reclamamos un salario. «Dame lo mío, porque yo te ayudé a subir». Y es preciso nombrarme, y conmigo a un montón, aunque entonces no sobre ni para pagar puntualmente el desayuno escolar. O para cubrir otras obligaciones y crear una infraestructura física y de servicios que eleve la calidad de vida. Como en los tiempos de conchoprimo, nos satisface no dejar recursos para impulsar, real y efectivamente, el crecimiento del país.

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