Siempre me ha parecido espantoso el trabajo ese, de ser Presidente de la República. Sobre todo en países como el nuestro, en el cual existe una vigorosa tradición centralista, tan añosa y excesiva que lleva a extremos pintorescos y trae al recuerdo aquella discusión del presidente Buenaventura Báez con un pintor de brocha gorda con el cual el primer mandatario había personalmente acordado el precio “por darle una mano de cal a La Fuerza” -la fortaleza Ozama-.
Luego de finalizado el trabajo, el presidente discutía que la suma acordada era menor. Finalmente, Báez pagó algo menos al pintor, que era ferviente baecista. Al ir este bajando las escaleras de la residencia presidencial, cariacontecido, un chacotero le dijo: -“Ahí ‘tá… tu jefe político… te engañó tó”. Y el pintor, levantando altivamente la cabeza gritó furibundo: “¡Qué carajo… viva Báez!”
La intervención presidencial en todo ha ido naturalmente cambiando de escalas, y por estos tiempos, la discusión de un presidente la República con un pintor de brocha gorda viene a ser algo tan insoñable como insoñable o terriblemente improbable sería encontrar la perfecta e invariable lealtad de un seguidor político que no obtiene beneficios de su jefe.
Lo cierto es que tan pronto un candidato gana las elecciones presidenciales, deja de ser para los demás un humano envuelto ahora en enormes responsabilidades, para convertirse en “el Hombre”, dicho esto con voz grave y de resonancias misteriosas que guarda vibraciones, consonancias y eufonías que se internan en la historia y penetran los rituales de Heliópolis -que era la ciudad guardiana de la legitimidad del poder en el antiguo Egipto-, las resonancias del Campidoglio -que era donde vivían los poderes romanos-, del Reichstag -que fue una cosa durante el Sacro Imperio y otra durante Hitler-. En fin, resonancias eternales del poder, que están por igual en la voz firme que anuncia escuetamente la llegada de “The President of the United States” o el arribo de un “camarada” que es jefe absoluto y en verdad no es camarada de nadie.
El poder es algo sorprendente.
En la “Petite Encyclopedia Politique”, Jean Lacouture ha consignado estupendamente: “¿Hay algo más misterioso que el poder, que la facultad que posee un pequeño número de hombres para doblegar un número mayor, a su ley, que no siempre es la Ley? Rousseau se extrañaba de esto. Comparaba el ejercicio del poder con un gesto de Arquímedes que echase al agua un gran navío atado con una delgada cuerda y tirase apaciblemente de él… ¿Cómo limitar el poder, cuyo crecimiento evoca irresistiblemente el de las plantas tropicales? Montesquieu y Locke intentaron dividir el Poder para canalizarlo, pero su ingenio tiene hoy el aspecto de un mueble de época…”.
Hay siempre algo mentiroso en cuanto a la función descentralizada e independiente de los llamados poderes del Estado.
Quien ostenta el verdadero poder emite luz invisible -en el mejor de los casos-; genera una radiación que sujeta, empuja o inclina. Y estoy hablando de cualquier sistema democrático en cualquier país.
Las diferencias están en los matices, las gradaciones y las ocultaciones legalistas.
Lo digo porque lo sé.
Porque lo he vivido en diferentes países admirables en muchos aspectos.
Es cierto que en países más avanzados que el nuestro, o los nuestros, las regulaciones y las leyes se aplican mejor que por aquí.
Pero la radiación modificadora que procede de los intereses o caprichos del Poder es una realidad.
El ser humano es complejo y defectuoso.
Sus instituciones no pueden ser de otro modo.