Asistimos a un tiempo de cambios impresionantes en los modos de vivir, en la conducta generalizada hacia la familia y la sociedad que perturban a los remanentes que como el suscrito, disfrutaron una época menos técnica, pero pletórica de sinceridades.

Fue una época no distante, apenas la segunda mitad del siglo XX, donde apenas si percibíamos que éramos documentados, que nuestro mundo se circunscribía a los límites voluntarios de unas pocas cuadras de la ciudad donde cultivábamos afectos, disfrutábamos el parque, el cine, y acudíamos a los centros sociales a intercambiar amistades.

Ese mundo perdido, como el edén original o el  de Jhon Milton, lo evocamos a cada rato, porque nos produce íntimas satisfacciones, recuerdos gratísimos, donde el respeto a los mayores, comenzando por los padres, extendido a los maestros o profesores en la escuela, que era como una extensión del hogar, fue  norma firme, pero desgraciada y lamentablemente desaparecida.

Las postales en blanco y negro y a color, las famosas post card son antiguallas disueltas en las volutas del tiempo, estrenadas en Austria en l865.

Cartas y postales dedicadas con sentimiento y caligrafía Palmer, cuando hoy apenas escribimos con las manos, al socaire primero de la maquinilla y hoy de la computadora.

Y así ante el alud de la tecnología comunicacional “de punta” y los modernismos apabullantes y despersonalizados, periclitaron las serenatas, el telegrama, el farolero con escalerita al hombro encendiendo las velas, el sereno que voceaba el tiempo cada hora en las desoladas y frías madrugadas: “La una de la madrugada, y sereno”.

Apretujando ese manojo de saudades como si con esa actitud aspiráramos a retenerlos y vencer el trepidar impersonal del tiempo, abrimos ante nosotros mismos el cuello de cisne de la interrogante en ese mismo tenor y temor alusivos a la desaparición del periódico y del libro por el “vandalismo” civilizador de Wikipedia, Blackberry, Iphone y Ipad.