POR CHIQUI VICIOSO
Frida Khalo es la más reconocida y celebrada pintora hispanoamericana del siglo 20. Su centenario se celebra este año en todo México con la obra teatral «Cada quien su Frida» de la primerísima actriz y dramaturga Ofelia Medina. Diego Rivera, uno de los grandes muralistas de México, era ya a los 36 años, compañero de vida de Frida. De esta artista se han recuperado 140 punturas, muchas relacionadas con la cultura popular mexicana aunque luego su obra evolucionó hacia lo confesional, expresión del dolor físico y síquico de sus múltiples tránsitos y pérdidas
La historia de la relación amorosa de Frida Khalo con el muralista Diego Rivera alcanzaría matices míticos, al convertirse en uno de los temas centrales de sus pinturas. Durante su matrimonio Frida sufrió más de 30 intervenciones quirúrgicas, 3 abortos involuntarios y múltiples internamientos en hospitales, todo parte de su iconografía.
Sus pinturas fueron redescubiertas y enarboladas por el movimiento de mujeres de los años 70, cuando artistas de todos los géneros comenzaron a reclamar un espacio para temas específicamente femeninos como la menstruación, el aborto o el parto. Su trilogía Henry Ford Hospital (1932); El Aborto, y Mi Nacimiento (1932); asi como Frida y la Operación Cesárea, se consideraron como la primera representación gráfica del aborto y del parto en la historia de la pintura latinoamericana y Europea.
Las diferencias con su esposo Diego, famoso por sus constantes infidelidades con artistas, actrices y admiradoras de todas las nacionalidades, alcanzaron su clímax en 1933, con la infidelidad de éste con su hermana menor Cristina. Toda su pintura de ese periodo refleja la infelicidad de esos años. En 1937, como contraataque, la sociedad mexicana se enteró de su affaire con León Trotsky, a quien la pareja había brindado asilo después de los intentos de Stalin por asesinarlo.
La pareja se separó en 1938 y entre el 38 y el 39 Frida pintó algunas de sus obras más memorables: Dos desnudas en la Jungla (dedicado a Dolores del Río); Las Dos Fridas (1939); Los cuatro Habitantes de Ciudad México (1938); La Mesa Herida (1940); El Suicidio de Dorothy Hale (1940); y El Sueño (1940), donde Frida hace de la muerte un culto festivo, como lo hizo Posada y todo el pueblo mexicano cada dos de noviembre.
Paradójicamente, es su dolor y su arte para expresarlo, como ninguna otra mujer en la historia de las artes plásticas, lo que consolida su éxito como pintora no solo en su país natal sino también en Nueva York y París, donde el padre del Surrealismo, André Bretón, la declara como una «surrealista pura», clasificación que Frida rechaza, proclamándose como una artista sin etiquetas y opuesta a la «manifestación decadente del arte burgués» que era para ella el Surrealismo.
Tanto su elección como miembro del Seminario de Cultura Mexicana, organismo responsable de la promoción de la cultura mexicana, y su nombramiento como asesora de la recién formada Escuela de Pintura y Escultura, sentaron las bases para su reconciliación con Diego, quien la acompaño hasta su muerte en 1954.
El vía crucis que constantemente le provocaban las lesiones recibidas durante un accidente de tren ocurrido años atrás y sus múltiples operaciones la hicieron depender del alcohol y las medicinas para matar el dolor. En 1951 se sometió a varias operaciones de la espina dorsal, y en 1953 sufrió la amputación de una pierna, lo cual no impidió que asistiera en camilla a su última exposición individual en México, y a su ultima aparición en público, el 2 de julio de 1954, en una manifestación contra la CIA y el golpe de Estado contra el presidente de Guatemala elegido democráticamente, Jacobo Arbentz.=
DERROTAR LO TEMPORAL
Nada prepara al corazón para la embestida de la belleza. Ver llegar a Frida (Ofelia Medina es sino su doble, la hija que no pudo tener), es entender que el tiempo no es real, que está ahí, latente y latiendo, en otra dimensión donde también somos, donde hemos sido, donde estamos y no estamos.
Actuar es derrotar lo temporal, lograr la inmortalidad en los espacios terrenales. No conocí a Sarah Bernhard, pero no sé si hay alguien que pueda igualar a esta actriz mexicana que cada noche trae a Frida Kahlo de vuelta entre nosotros, con su desgarrada ternura, su tierna solidaridad, su obscena militancia; ¡Hijos de la chingada!, ¡Cochinos que venden al país!, «Hijos de la mala madre».
Cuando, después de ver agonizar a Frida, pidiendo una picadita de morfina para calmar las heridas físicas y las de su corazón que nunca sanan, la vemos sostenerse en el marco vacio de un cuadro y pintarse con colores brillantes su única pierna, el dolor físico de Frida se nos agudiza. Se nos aprieta el pecho, nos rechinan los dientes.
Y luego esta cronista del México de ayer, y el de hoy, que es Ofelia Medina y que nos ha hecho un recorrido por la vida, pasión y muerte de Frida Kahlo, sale al final bailando con Emiliano Zapata, entre tragos de tequila y mezcal, obscenidades y coqueterías, intentando hasta danzar en la punta de los pies mientras la muerte, en zancos, también se divierte.
Y luego, esta maravillosa mujer, simultáneamente actriz y Frida, ofrece tomarse una foto con el público por ciento cincuenta pesos (unos quince dólares), con los cuales dar de comer durante un mes a un niño o niña indígena. Así alimenta, con cada espectáculo, a la población infantil de Chiapas, y te regala, a cambio, una bolsita transparente con un pintalabios, espejito, lápiz de ceja y el molde de papel orlado con que Frida se enmarcaba el rostro para algunos de sus autorretratos, (como el de: Diego en mis Pensamientos), y el corrido de Ofelia para Frida, que es también el nuestro:
«A nuestra Frida la derecha le amputaron
Pero la izquierda siempre fuerte se quedó
Siguió pintando para el pueblo mexicano
Y volvió arte lo que en ella fue dolor».