Aporte
Crimen  sin Castigo

<STRONG>Aporte <BR></STRONG>Crimen  sin Castigo

“Detrás de todos estos años
detrás del miedo y el dolor
vivimos añorando algo
y descubrimos con desilusión
que no sirvió de nada,
de nada
«o casi nada
que no es lo mismo
pero es igual»

Carlos Varela, Foto de familia

Un personaje de Dostoyevski dice que cuarenta años son toda una vida y, aún más, una vejez avanzada. Cuarenta años es poco más de la mitad del promedio bíblico de vida en la tierra.  Marcan una distancia prudente para pasar revista, con serenidad y lucidez, a nuestras vidas, a nuestra historia. 

Es preciso  entonces mirar hacia atrás, volver la vista al camino recorrido, sin temor a la muerte pétrea, a convertirnos en estatuas de sal, y examinar lo que somos y no somos y hemos querido y no hemos podido ser.

Casi medio siglo después de la muerte del Tirano, los dominicanos no acabamos de romper con el viejo orden y sus perversiones.  El neotrujillismo aún sigue vigente.  Ha sabido perpetuarse bajo ropajes democráticos.  Se manifiesta en el culto al poder y la fuerza, en las formas intolerantes de pensar y de actuar, en la cultura de impunidad frente al crimen y la corrupción, en la debilidad de nuestras instituciones.

Cuenta, además, con nuevos cultores y partidarios incondicionales. Sus defensores, algunos preclaros, forman parte de un espécimen universal que sobrevive en períodos de democracia.  En todas partes son los mismos: los nostálgicos del pasado. 

Añoran un esplendor pretérito, los gloriosos tiempos del Jefe o del Partido, la «seguridad» que descansa en el terror.  Prefieren la injusticia al desorden, el orden a la libertad, la razón de Estado al Estado de derecho, el régimen de fuerza al régimen de respeto a los derechos y libertades civiles.

Nuestros intelectuales liberales (que suelen tomar por realidad sus  legítimos deseos) podrán decir lo contrario, pero lo cierto es que no acabamos de romper con la tradición autoritaria y despótica.  La ruptura con el autoritarismo secular jamás se ha consumado plenamente; ha sido más formal y simulada que efectiva. 

Nuestra voluntad de ruptura es débil, apenas un gesto desvalido, un amago inofensivo.  En casos recientes, sólo ha servido de pretexto para maestros y aprendices de la simulación política.  Pero no se rompe con un largo pasado autoritario por simple decreto presidencial o discurso de campaña.  

La política de alianzas y componendas, la moral de conveniencia, la búsqueda inescrupulosa de ventajas han perpetuado ese pasado. No sólo invalidan principios morales, también impiden cualquier juicio ético sobre figuras y hechos del pasado y del presente. Por ahí empieza nuestra defección, nuestra derrota moral. 

La política se ejerce a expensas de la ética. ¿Cómo asombrarnos entonces de los escándalos y las barbaridades que nos sorprenden cada día si hace tiempo ya hemos renunciado al decoro?  ¿Cómo extrañarnos de que una justicia política condene a un ex mandatario y, años después, otra justicia política lo absuelva? Nuestro presente está tan maleado que es difícil imaginar un porvenir mejor.  Frente a esta realidad deprimente, uno no puede menos que disentir, desconfiar, denunciar el engaño.  

La novela de nuestra historia entera merecería titularse «Crimen sin castigo».  Siempre que se quiere condenar los horrores del pasado, se menciona el largo rosario de crímenes y latrocinios aún impunes.  Sin embargo, obviamos algo mucho más grave: que el daño espiritual ha sido incomparablemente mayor que el material. Los daños del despotismo son profundos y sus heridas no cierran.  Peor, muchísimo peor que todas esas vidas segadas y toda la sangre derramada, es el envilecimiento moral de los que han sobrevivido.

Casi medio siglo después, en este país prácticamente todo se ha envilecido. Nuestra moral es circunstancial, gelatinosa, acomodaticia. Dentro de poco nos quedaremos sin escala de valores, sin códigos éticos, sin reservas morales.  No podremos juzgar ninguna acción conforme a normas o principios firmes.  Y lo peor de todo: los verdugos de ayer y de hoy serán los héroes de mañana.  Pasarán otros cuarenta años, cien años, y seguiremos en las mismas, atados a la pervivencia de un pasado ominoso, faltos de imaginación política, tullidos morales, incapaces de conjurar la herencia nefasta de un Cortesano convertido en Pontifex Maximus de la política local.  Hemos logrado invertir el dicho: en el país de los tuertos, el ciego es rey.

En estos días, ciertos discursos que intentan pasar por modernos nos invitan a olvidar las heridas del pasado y a mirar sólo hacia el futuro.  Nada despierta tanto mi suspicacia. Los pueblos desmemoriados no tienen futuro, puesto que han perdido su referencia; sencillamente ya no pueden reconocerse a sí mismos en el espejo de su historia.  ¿Hacia dónde van si ya no saben de dónde vienen ni quiénes son? ¿Qué futuro puede haber para un país donde se justifica el robo y el asesinato como recursos del poder político?  Ningún pueblo logra permanecer en el tiempo sin conciencia viva de su pasado, viviendo en la pura actualidad, en un aquí y ahora falso que todo lo legitima y todo lo absuelve.  La pérdida de la memoria histórica de un pueblo es el principio de su ruina espiritual y moral.  Toda decadencia empieza por ser olvido. Si los judíos hubiesen olvidado por completo el holocausto, no tendrían hoy una nación y un Estado; seguirían siendo un pueblo de errantes, disperso por el mundo, forzado a dolorosas diásporas. 

Si los palestinos borraran el recuerdo de agresiones y atropellos de Israel, no gozarían de un metro cuadrado de territorio autónomo. No, la memoria no debe dejarnos tranquilos, debe sacudirnos, punzarnos, atormentarnos si es necesario. 

No habrá ruptura ni relevo generacional mientras, en los hechos, se sigan restaurando el pasado autocrático y sus símbolos vivientes. Si alguna misión nos queda por delante es superar, de una vez por todas, la tradición autoritaria, con sus sátrapas y caudillos venerados, y afirmar los valores de una sociedad democrática. 

Esa ha sido la misión que las últimas generaciones debieron asumir como compromiso ético y político. Incapaces de llevarla a cabo, han preferido pactar con lo establecido.  La tarea queda pendiente para las generaciones por venir. 

Pero de éstas no tenemos certeza alguna, no sabemos nada, ni cómo serán, ni cómo pensarán y actuarán, salvo quizá que serán diferentes de nosotros.

Mi padre  me confesó un día que nunca quiso que un hijo suyo viniese al mundo bajo la tiranía y que por esa razón yo nací poco después de la muerte del tirano. Soy feliz de pertenecer a otro tiempo. Gracias a Dios, no cargo culpas ni  complicidades. 

No me eduqué en las escuelas de la dictadura, ni mi espíritu se deformó bajo el patrón del terror y el culto a la personalidad.  Y aunque me tocó crecer durante los oprobiosos Doce Años, he crecido en libertad, amando la disensión y no la sumisión ante el poder, los valores de una democracia siempre insuficiente, siempre más deseada que real, frágil, demasiado frágil, pero innegociable como la más cara de las conquistas. 

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