Aporte. Un día memorable 17/11/1989

Aporte. Un día memorable 17/11/1989

A Rafael Manzano,

por el arte de la amistad

De los numerosos días que me tocaron vivir en Bohemia hay uno en especial que permanece imborrable en mi memoria: el 17 de noviembre de 1989. Ese día no me sucedió nada significativo, nada extraordinario, nada que hiciera cambiar mi vida de becario de entonces. No conocí a nadie de importancia, ni me enamoré de ninguna hermosa eslava de rostro lívido. Sin embargo, a mi alrededor había signos de que algo grande iba a pasar. Para nadie habría de ser un día de tantos.

El viernes 17 de noviembre fue un típico día otoñal, frío y nevado. Aquella tarde me habían invitado a celebrar el cumpleaños de una compatriota. Acompañado de algunos amigos de la época llegué a la residencia universitaria deJižníMesto, en la parte sur de Praga, en donde nos esperaba Deyanira. La residencia era uno de esos edificios prefabricados, enormes y uniformes, de horrorosa estética, más parecido a un hotel para turistas jóvenes que a un albergue estudiantil que los checos denominaban burlonamente “panelák”. Ese tipo de edificio era la solución socialista de posguerra al problema de la escasez de viviendas en el país.

La velada transcurrió como solían transcurrir todas las veladas de becarios latinoamericanos: entre música, bailes, tragos y diálogos triviales. Allí estábamos los amigos de entonces: Alexis, Ariosto, Frank Félix, Nioves, Rafael, Reynaldo, recién llegado a Checoslovaquia. Estaba también el colombiano Ricardo Coral con su novia danesa. Alexis, siempre animoso y jovial, intentaba conquistar a alguna de las chicas checas que nos acompañaban. En un momento de la fiesta la nostalgia pareció atacarnos a todos. Era inevitable. Sonaba la música de Juan Luis Guerra, que nunca faltaba en nuestros encuentros. Afuera hacía frío y caía una nieve abundante.

Reunidos allí, en el reducido espacio de una habitación de estudiante, tocamos los tópicos comunes. Los hombres hablábamos de mujeres, de presentes y futuras conquistas, de nuestro país y también vagamente de los sucesos del momento. Una semana antes, el 9 de noviembre, se había derrumbado el Muro de Berlín. Nosotros lo sabíamos, sabíamos que en Europa Central y del Este se estaban produciendo importantes cambios, pero no acertábamos a ver hacia dónde iban esos cambios, ni a comprender su verdadero significado y alcance. Era un acontecimiento tan reciente y tan fresco en nuestra memoria que no alcanzábamos a entender su trascendencia. Ignorábamos que asistíamos al fin de toda una época, al fin de la Guerra Fría.

Para esa tarde, los estudiantes checoslovacos habían organizado una marcha pacífica. El 17 de noviembre era una fecha aniversario en Checoslovaquia. Se celebraba el Día Internacional de los Estudiantes. Medio siglo antes, un 17 de noviembre de 1939, doce estudiantes universitarios fueron sacados por la fuerza de la Facultad de Derecho de la Universidad de Praga, apresados, subidos a un camión, conducidos a un lugar desconocido y luego ejecutados por los ocupantes nazis. Después de terminada la guerra, el día de la matanza de estudiantes se había convertido en fecha nacional respetada por todos que se conmemoraba cada año. Durante las décadas de régimen totalitario, los comunistas checoslovacos recordaban siempre esa fecha. La utilizaban como propaganda para sus propios fines políticos.

Pero esta vez los estudiantes habían planeado algo bien distinto. Querían convertir la conmemoración en un acto de protesta masiva contra el régimen. Era la hora de los cambios. La oposición checoslovaca sabía muy bien lo que significaba la caída del Muro de Berlín. Ahora le tocaba el turno a Praga. La teoría del dominó era certera, infalible. Se había perdido el miedo al poder. El viejo régimen tenía sus días contados, pero no lo sabíamos, ni siquiera lo sospechábamos. Pensábamos ingenuamente que aún duraría algún tiempo, queopondría resistencia y que la apertura sería lenta y tardía. Estábamos equivocados. Desde dentro se ven distintas las cosas. Se tienen los detalles, pero a menudo escasea la visión de conjunto. Y nosotros no éramos profetas ni visionarios, sino simples becarios tercermundistas.

La fiesta de cumpleaños de Deyanira seguía en sus buenas. Yo conversaba distraído con Reynaldo mientras Alexis hacía progresos con su checa. De repente una pareja de jóvenes irrumpió en la habitación, en medio del baile. La muchacha gritó fuera de sí: “¡Ay, Dios mío! ¡Qué malos son esos comunistas! Si ustedes supieran lo que acaba de pasar. La policía entró a palos a los muchachos. ¡Qué masacre! Mataron a un estudiante”.

Saliendo de la sombra, trago emano, Frank Félix no pudo soportar el histerismo de la recién llegada y le respondió agresivo: “Estos checos sí que son unos ñoños. Tanto que lloran por un par de palos. No saben lo que es una masacre. Si vieran lo que pasa en nuestros países, allí sí hay masacres de verdad todos los días del mundo”. Me molestó ese exabrupto y acusé a Frank de insensible. Él ripostó acusándome de sensiblero. Enseguida nos enfrascamos en una discusión acalorada e inútil. Todos habíamos tomado bastante y el alcohol nos había puesto eufóricos. Reynaldo logró calmarme llamándome aparte: “Cálmate, Fidel, y no le hagas caso al Frank que se pasó de trago”. Alexis se me acercó y me dijo: “Fidel, parece que es verdad que hay un estudiante muerto. Eso es represión de los bolcheviques. En este país no hay libertad, no la hay”. Recuperado, sirviéndose otro trago, Frank dijo desdeñoso y burlón: “Bah, a mí esa vaina de los checos me da la chimba de Lola. Yo por mi parte me doy dos más”.

Una vez calmados los ánimos, el tema pasó a un segundo plano y la fiesta continuó hasta bien entrada la noche. En aquel momento me reproché a mí mismo el haber estado allí, encerrado en aquella estrecha pieza. Hubiera preferido estar en otra parte, en cualquier parte, en el centro de la ciudad, menos allí donde estaba. Sentí que me estaba perdiendo de algo grande, espectacular, importante. Afuera estaba la vida, la acción, jóvenes desafiando un viejo poder intimidante, la historia con sus cambios repentinos. Afuera estaba ocurriendo algo único que jamás se repetiría de nuevo y nosotros no sabíamos hacer nada mejor que celebrar el cumpleaños de una compatriota.

Lamenté haber pasado la tarde en aquel refugio de isleños nostálgicos. Era mi tercer otoño en Checoslovaquia y yo quería verlo todo, vivirlo todo. Pocos días después pude librarme de aquel sentimiento de autorreproche cuando, entusiasmado, me sumé a las multitudes que marchaban por las calles de Praga y se concentraban en la Plaza Wenceslao.

Terminada la fiesta, nos despedimos de Deyanira y tomamos el último metro de la medianoche para retornar a nuestras residencias. En el largo trayecto, conversando de esto o aquello, ninguno de nosotros podía imaginarse lo que nos tocaría presenciar en los próximos días.

El 17 de noviembre por la tarde los estudiantes universitarios realizaron en Praga una larga marcha con velas encendidas. Las pancartas rezaban: “¿Quiénes sino nosotros? ¿Cuándo sino ahora?”. La policía reprimió brutalmente a los manifestantes. La población reaccionó airada ante las escenas de jóvenes golpeados. Primero fue Praga y luego toda la nación checa y eslovaca. Inmediatamente después los acontecimientos se precipitarían unos tras otros como bestias en atropellado galope. Ese día dividió en dos la reciente historia checoslovaca. Desde entonces se habla de lo ocurrido antes y después de esa fecha.

El 17 de noviembre de 1989 no fue el día más importante de mi estancia de estudios en Bohemia, mucho menos el más feliz de mi vida, pero sí fue un día para no olvidar jamás. Ahora una larga distancia en tiempo y espacio me separa de aquel memorable día. Disfruto de la fresca brisa que sopla desde el mar, dichoso anuncio de la Navidad. Estrujo mi memoria y en vano trato de asir aquel momento vivido que se me escapa. Entonces acude a mi recuerdo aquella tarde fría y gris de noviembre de hace tantos años en Praga, cuando fui con mis amigos a una fiesta de cumpleaños sin saber que en torno mío algo iba a cambiar las cosas para siempre.

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