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Cuando la corrupción y  demás problemas son “cultura”

Aporte<BR>Cuando la corrupción y  demás problemas son “cultura”<BR>

Con   frecuencia escuchamos calificar de cultura cualquier problema social. Es como si todo aquel que no tenga respuesta o explicaciones objetivas  ante el fracaso de las políticas públicas encontrara en   la noción  de cultura  la posibilidad de explicar lo inexplicable, “culturizando” conductas disfuncionales de la  sociedad. Al  calificar  de  cultura: robar al Estado desde  un puesto público, asesinar las parejas o  abandonar   los hijos.

Lo que parece indicar que existe un discurso ideológico que se viene utilizando  para postergar la solución de problemas sociales, en  especial la corrupción,  siendo dramática  la desnaturalización del concepto, vaciado de su contenido semántico.

Para la antropología, que ejerce la importante función de ayudarnos  a comprendernos a nosotros y a nuestra cultura,  la noción  de  cultura es   central, junto a las comparaciones intensivas de muchas culturas diversas. Este concepto,  claramente delineado  por Edwin B.  Tylor, primero en  reconocerlo  en “Primitive Culture,” vol. pp1  Boston 1874.

  “La cultura o civilización, es  ese complejo conjunto que incluye creencias, conocimientos, arte, moral, ley, costumbres, y cualquier otras capacidades y hábitos adquiridos  por el hombre en tanto que miembro de la sociedad”.   Trabajado el término años después por el antropólogo    Franz Boas, quien destacó que   cada cultura era una entidad distinta con su propia historia única. Siendo a partir de las primeras décadas  del siglo pasado cuando el concepto de cultura, una  de las concepciones claves del pensamiento americano contemporáneo, queda más definido,  al determinarse que la difusión de la cultura no es un proceso mecánico, igual  para todos los aspectos  de la cultura, se trata  de un proceso complejo  sujeto a muchas condiciones culturales, sociológicas y geográficas.

 El concepto de cultura evoluciona, ya que es producto de diversos pero particulares  factores históricos. Entendiéndose por cultura, en particular, el sistema de valores fundamentales de la sociedad.

 Lo que de manera alguna puede  justificar el uso observado del concepto de cultura   por ciertos  políticos locales   con la finalidad de “culturizar” los problemas sociales  en especial la corrupción, al pretender que esta pase de ser   de  uno de   los tantos elementos que convergen en nuestra cultura, a una cultura en sí misma, haciendo de una conducta (robar), que puede ser aprendida o corregida    mediante  la  educación y la sanción  inmediata,  una especie de sistema  imperecedero, no transformable a corto plazo, cuando   se trata  de  la transgresión de  normas establecidas para el buen compartimiento en sociedad.

 Hablar  de “una cultura” para explicar conductas tiende a desnaturalizar  los  problemas sociales   contribuyendo a desinformar, ya que  el discurso “cultural” casi siempre se asocia a un esfuerzo pseudo-reflexivo de los medios de opinión cuando hablan sobre corrupción, acompañado de un velo argumentativo que tiende a justificar  la corrupción, como destaca Wilfredo  Lozano en  La Razón Democrática pp 166, Santo Domingo 2013.

 Para  el pueblo,  el término viene matizado por una  especie de fatalismo,  que se ilustra con una de las  alocuciones  del  procurador Francisco  Domínguez Brito, quien al hablar de corrupción   dice que: “hay que asumir la cultura del respeto a la ley”. ¿Quién debe asumirla? ¿Gobernados o  gobernantes? Como si no hubiese nada que hacer en el presente para  hacer cumplir las leyes, porque “el problema de la corrupción”  es que  “está enquistado en las prácticas culturales del quehacer socio-cultural del dominicano”,  lo que equivale  a decir  que el dominicano   es  intrínsecamente  corrupto. 

   Decir que “la corrupción está enquistada en  prácticas administrativas  de la  cosa pública” es asumir que toda la administración pública es corrupta, y  modificar las prácticas pasa por un largo  proceso, pues se trata de conductas  aprendidas y transmitidas en la socialización, incluso, lo cual es falso,  ya  que la conducta anticorrupción se basa en el ejemplo.

Los antropólogos culturalistas,  en el análisis de los sistemas sociales, tienden a acordar un peso decisivo a la socialización, por la cual los valores fundamentales de una sociedad se transmiten de una generación a otra.  Sentando un precedente de moralidad. Pues la moralidad  existe  en las culturas universales.  Ya lo había dicho M.J. Herskovits -Man and His  work pp76, New York  1948- que existen  culturas universales, y que  después de todo existe cierto grado de  similitud formal entre las más diversas culturas, y destaca  entre esas similitudes   “la moralidad es una universal,  como también lo es el goce de la belleza  y lo son algunos símbolos de la verdad”. Y  las formas que estos conceptos tomaran son producto de las experiencias históricas particular,   y, cada sociedad  los  manifiesta diferente.

¿Qué nos ha pasado históricamente, que las prácticas morales de nuestra sociedad se han relajado  al punto de resultar inexistentes? Pretendiendo  un procurador que enfrentemos  “el reto de poder   transformarnos nosotros mismos (…) me refiero en primer orden a los administradores públicos y en segundo lugar a las condiciones”. Como si una nación fuese  un grupo de crecimiento personal y no un conglomerado de seres humanos.

¿Dónde está el papel del Estado y los gobiernos?  Incapaces de  generar paradigmas de moralidad,  educando al ciudadano hacia el bien común, y el respeto a las leyes para el buen vivir en sociedad, sancionando de manera eficaz.

¿Qué   querría decirnos  Domínguez Brito cuando hablaba de “asumir la cultura de respeto a la ley”? Cuando se trata  de una conducta impuesta,  permitida y  transmitida mediante el ejemplo de la impunidad, brindada por una elite. Despojándonos de  la sanción y la educación que  generan en el hombre patrones de conducta éticos y morales. Parece olvidar que desde hace unos años  los factores históricos y  dirigencia política (lo que él llama “cultura de la impunidad” ) no permiten  sancionar, errando entre una impunidad endémica a  un “laissez faire” agravado,  construyéndose una   sociedad permisiva al borde del caos.

 La no  aplicación de las leyes emerge como una estrategia política, pues  la dirigencia necesita esos espacios de impunidad para enriquecerse. Esto no es  una cultura,  esto es una ideología orientada a hacer de la corrupción un asunto, esencialmente, del quehacer político.

  Lozano, ya citado, recuerda  que “El discurso ‘culturalista’ pasa así a constituirse en una eficaz herramienta de la elite para  justificar el problema y posponer las soluciones”  lo que es parte de una expresión del ejercicio del poder, donde la impunidad permite  a los dirigentes servirse del Estado mediante el patrimonialismo y la corrupción. Sin consecuencias. Eso no es cultura,  eso es perversión política,  para ello solo existe la sanción social y la cárcel.

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