El individuo de hoy se encuentrperdido porque no ha sido capaz de entender su lugar en el mundo; porque en la era de la información todos parecen sufrir del mal de la ignorancia; y porque no ha podido orientar ni dominar su voluntad en busca de soluciones que lo alejen del abismo. Camina por la tierra como una veleta azotada por un viento fuerte que le impide encontrar su propio rumbo.
Agobiado y debilitado nace en él una falta de fe en el progreso; la desesperanza lo agobia y un aumento del consumismo lo consume, así y todo, se convierte en un paliativo que ocupa su vida vacía. Una juventud frustrada por las exigencias económicas imposibles de satisfacer, perdida en el desencanto de este inicio de siglo, sin norte, sin disciplina y sin modelos positivos que sirvan de base para su pensamiento y su conducta es uno de los tristes resultados.
El exceso de información que abruma al individuo termina convirtiéndose en un entretenimiento, porque solo así es tolerable. No hay intimidad, su vida se hace pública y desea que a través de las redes sociales, a cada hora y a cada minuto, todos sepan quién es y qué hace; hay una hipertrofia del yo; constantes encuentros en la red con desconocidos y muchas veces consigo mismo, es decir, sin interlocutor real presente.
Y en la vastedad de una red infinita el solitario grita desesperado , para expresar tras la pantalla de su ordenador su anhelo vehemente de salir del anonimato aislante y de encontrarse con el otro. Entonces, se siente cómodo recurriendo a extraños que se ubican en cualquier parte del mundo. Finalmente, en este mundo de las redes que nos comunican todo es cuestionado, y las religiones y los líderes son desmitificados. ¡No hay secretos y la pureza ya no existe!.
Hoy, el placer prima como fin supremo de la vida; es la vía de escape de una sociedad desorientada que no sabe hacia dónde va. Pocas veces el hombre se había sentido tan solo, tan aislado, tan enajenado. Paradójicamente, la marginalidad crece inversamente proporcional al crecimiento de la información e idéntica relación se da entre el conocimiento libresco y la ignorancia.
Los efectos negativos del fin de la modernidad de la época industrial aún no debieran sentirse en países como el nuestro en plena efervescencia industrial, pero sus vientos han llegado con fuerza desde naciones desarrolladas y han penetrado despiadadamente las tierras de este lado del mundo.
La economía de los países latinoamericanos vive una revolución industrial tardía, que incluye la manufactura, con peculiaridades totalmente actuales y en transformación permanente. Se trata de la innovación, en cadena, propia de una base técnico-científica, mientras el sector servicio se desarrolla lenta pero sostenidamente. No obstante, existe una hipersensibilidad social y el desengaño surgido de unas expectativas insatisfechas ha sido desbastador. La fórmula de la modernidad no logró satisfacer las esperanzas creadas de acabar con la pobreza.
El ser humano ha sido golpeado por el desaliento proveniente del fracaso de las utopías del pasado y por los estragos de una posmodernidad prematura abonada por el bajo mundo de las drogas y la corrupción. Se trata de un fenómeno deplorable que se disemina con rapidez y que me parece adecuado llamar el caos global.
La economía de la globalización aun no ha encontrado las fórmulas para acabar con la indigencia del mundo y la tan anhelada felicidad para todos no está a la vista. La marginalidad es un hecho que impacta a demasiados y ya no es asunto de clases. El aislamiento ha arropado estratos impensables de la sociedad cuyos miembros se encuentran asustados y sin esperanza, invadidos por el verdugo sin piedad de la pobreza.
Y entonces, ocurre lo peor La falta de medios, el hambre y la desesperación incita la criminalidad y la proliferación de carteles, que suplen a los débiles y a los incapaces de enfrentar la lava sangrienta de la época. La angustia y el pavor se multiplican, las personas se vuelven ansiosas y se sienten expuestas a lo que venga. El miedo se expande. El descontento es inmenso, pero incita a la búsqueda de salidas, como una obligación capital para sobreponerse a la situación. Nueva vez perseguimos a los mitos: El Paraíso perdido, El Santo Grial, El Dorado
El ser humano explora hasta encontrar aquello que dé sentido a su existencia, aquello que lo haga sentir realizado: como individuo, como familia, como sociedad y como humanidad. Porque es necesario vivir una vida útil y de servicio para conquistar la felicidad. Quizás la felicidad sea una utopía, pero solo pretendiéndola el hombre siente que la vida tiene sentido.
Y es que vivir sin planes de futuro, sin sueños que nos muestren el camino, resulta difícil para pueblos que a través de la historia han sido guiados por grandes ideales que les permitieron luchar por un mundo mejor y evolucionar hacia un ser humano consumado. El hombre y la mujer desean verse a sí mismos como buenos y como la raíz que hace que la humanidad crezca y se desarrolle por el bien de todos. El ser humano enfrenta su realidad con un deseo infinito de enriquecerla, y lo hace a través de la capacidad que tiene de imaginar y crear nuevos mundos siempre superiores al actual; necesita una aspiración, un sueño que llene su vida de significado, que le dé sentido a su existencia y que lo mueva hacia altas metas.
Algunos plantean, como Marcuse, el fin de las utopías; otros, consideran que frente a un fenómeno tan decisivo como la globalización el fin de las ideologías es real. Estas aseveraciones demuestran que el hombre ha perdido la esperanza; la fe en un futuro mejor; la confianza en sí mismo como sujeto de cambio; el poder de ser y de hacer y sobre todo de generar su propio mundo. Se paraliza porque siente que no puede ni sabe generar la transformación necesaria: la gran metamorfosis.
Es un hecho conocido el que no estamos aislados en nuestro desconcierto, la historia nos muestra que el ser humano en su ir y venir, en su evolución no ascendente sino zigzagueante tiene momentos de agotamiento y decadencia. Pero los supera cuando penetra las profundidades de su ser en un proceso de autocrítica y de reconstrucción para salir renovado con más coraje y ánimo.
Creo, firmemente, como Karl Mannheim, fundador de la sociología del conocimiento, que la utopía está destinada a realizarse porque es el eje impulsor del cambio que como fuerza transformadora se convierte en la voluntad necesaria para actuar y para hacer posible el sueño: la utopía es el ideal, el proyecto de vida de la humanidad. ¿Quiénes decidieron acabar con las ideologías? ¿Quiénes convirtieron la palabra Utopía en lo irrealizable! ¿Quiénes acabaron con los sueños de Gilgamesh, de Platón y Duarte, en fin con los sueños de la humanidad? ¡Sí, la Utopía de un mundo ideal, de una sociedad justa está destinada a realizarse porque lleva la fuerza del anhelo y de la consciencia creativa de la humanidad que imagina y propone nuevos y mejores mundos en pos de una vida feliz y, porque un mundo sin sueños, sin anhelos y sin esperanzas es un mundo muerto!