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La historia de la diplomacia mundial

<STRONG>Aporte<BR></STRONG>La historia de la diplomacia mundial

La profesión diplomática  no solo resulta exigente sino exclusiva. Pío II rechazó representantes ante el Vaticano por su bajo nivel cultural

La Diplomacia nació con el hombre y es la más permanente expresión de las relaciones humanas, a nivel de Estado. Su disciplina es esencialmente social. Tal como los seres humanos hablan entre sí, los grupos necesitaron, también, hacerlo. Surgió, entonces el representante de la colectividad el que debía cumplir la delicada función de “hablar por todos”. Como el jefe del grupo o nación no siempre podía viajar al extranjero a entrevistarse con sus interlocutores, depositaba su confianza en un representante, el que convertido en agente de su rey o de su patria, llevaba ante otras naciones la voz de su gobierno.

Sus especiales poderes y el documento que los consignaba habían de crear el nombre de “diplomático” o “diplomado”. Sus funciones aparecen casi conjuntamente con la historia. Desde las más antiguas culturas, se le rodea de honores y de garantías de seguridad. Cualquiera ofensa al agente o enviado, es una ofensa a todo el país. Ciro el Gran fundador del imperio persa, arrasa con los medos “por el mal trato dado a sus embajadores”. Lo mismo hizo Alejandro Magno con los habitantes de Tiro.

Josué dice a sus enviados a las tierras cananitas: “Id y anunciad nuestra llegada. Si os dañaren, a mí han de dar cuenta por ello”. Aún en aquellas negociaciones en que la diferencia política o militar creaba una enorme preponderancia de una parte sobre la otra, la vida del enviado quedaba garantizada. El Senado romano, al aceptar la embajada de los macedonios, les fijó sus condiciones en estos términos: “si el tratado fuese fructífero, se os llenará de honores; si no hubiese acuerdo, seréis conducidos a la costa como «speculatores» (espías) bajo guardia armada”. Las vidas quedaban a salvo.

A la cortesía y a la seguridad, es necesario añadir la confianza del gobierno que acreditaba al agente. “Envió el Faraón a su general predilecto, por que era el que mejor conocía su pensamiento”, nos cuenta Suetonio el historiador romano. El gran cuidado que ponía Roma y su Senado en la elección de sus legados, demuestra que no concedían esta confianza con facilidad. Es Roma la primera nación que concibe y lleva a cabo una misión diplomática con todos los atributos modernos: capacidad, poderes, honores, credenciales, libre tránsito, garantía de seguridad, inmunidad personal y de bienes, plenipotencia de compromiso y negociación, y séquito. Ella es la que envía a los Partos.

Fueron los bizantinos los primeros en organizar una repartición administrativa que tuviese a su cargo exclusivamente la atención de las relaciones internacionales. Este departamento tenía por objeto, entre otras cosas, “estudiar los negocios extranjeros” y “preparar a los embajadores y a los que con ellos sirven”. Surgió así el llamado “Skrinion Barbaron”, una especie de Dirección de Protocolo, destinada en un principio a recibir delegaciones extranjeras, pero que se fue convirtiendo poco a poco en una verdadera Cancillería.

La estructura diplomática de los bizantinos fue copiada y perfeccionada por Venecia, cuidad mercantil e imperialista que durante nueve siglos debió depender casi exclusivamente de su diplomacia para vivir y desarrollarse. Los venecianos llevaron la regulación de su diplomacia a un alto nivel. Regularon los menores detalles. Como ser diplomático era una carga muy pesada que ningún veneciano quería aceptar, se consideró su servicio como «deber ciudadano». Cada misión duraba de tres meses hasta dos años. El embajador no podía llevar a su esposa, porque ella significaba «un riesgo de indiscreción», pero, en cambio, tenía la obligación de incluir en su séquito un cocinero veneciano, que le garantizara el no ser envenenado. En 1268, todas estas disposiciones fueron recopiladas en un Código de Instrucciones que hasta el siglo XVIII se consideró como un clásico en la materia.

Los herederos directos de Venecia fueron los florentinos. Su código de Reglas Diplomáticas, de 1421, es un documento importante. Florencia produjo teóricos básicos de la ciencia internacional como Guicciardini y Machiavelo.

En 1492 se registra un gran vuelco en la historia de la profesión diplomática. En el mismo año muere Lorenzo de Medicis; un Borgia sube al solio pontificio, se unifica España y se descubre América. Roma asume, entonces, un rol de árbitro universal, no sólo por la concepción mística del Imperio Romano-Germano, sino porque al emerger una nación como estado moderno y vastas posesiones fuera de Europa, el equilibrio feudal quedaba roto para siempre. Inglaterra y Francia buscarían neutralizar a España y el Papa trataría de mantener su hegemonía política en el centro y oriente europeo y su dirección espiritual sobre todo el mundo civilizado. La Diplomacia adquiere, de esta manera, una forma de urgencia, mucho más práctica y menos costosa que la guerra misma. El Tratado de Tordesillas así lo deja demostrado. El Mundo fue dividido en dos sin necesidad de desenvainar la espada. Los Estados debían ahora preparar buenos negociadores antes que valientes guerreros y el ideal caballeresco muere con la Edad Media.

Partiendo del principio fundamental establecido por los Borgia de que “ad Papam pertinet pacem facere inter principes christianos”, Roma se convierte en el más perfecto centro de preparación diplomática del mundo.  Julio II escribe a su Secretario de Estado: “han de aprender trato mundano, que no atenta contra la santidad sino que la refuerza”. El concepto actual de la Diplomacia y, sobre todo, del método de negociación, data de esta escuela.

La primera misión permanente de que se tiene recuerdo en los tiempos modernos, parece haber sido la que el duque de Milán envió a Cósimo de Medici, en 1450.

Pontramoli fue acreditado como «orador residente». No se usaba aún el termino «embajador», palabra que se cree viene del vocablo celta usado para «servidor». Carlos V fue categórico en asegurar que embajador sólo es aquel que representa a un rey coronado y negó este rango a los representantes de repúblicas o de ciudades libres.

La Paz de Westfalia, en 1648, consagra las misiones permanentes. Las cortes no aman a los diplomáticos, a quienes consideran, como dice Luis XIII, «espías bien pagados y mal comprendidos», se les estima elementos extranjerizantes con los que no se debe tratar ni conversar.

Hay todo un proceso de perfeccionamiento internacional que ya no puede ignorarse. Los jesuitas y agustinos españoles lanzan los principios básicos del Derecho Internacional, que Hugo Grocio describe y analiza más tarde. Machiavelo nace en 1469; D’Ossat en 1536. Las encíclicas comienzan a hablar de «la moral internacional». Clemente VI fija las normas de trato entre los príncipes cristianos. En 1620, Vega y Zúñiga publica el primer tratado de Derecho Diplomático, titulado «El Embajador». En 1645, Inglaterra incorpora la palabra «diplomático» a sus tratados y credenciales. En 1693, Leibnitz escribe su «Codex Juis Gentium Diplomaticus». Ambos libros son de lectura obligatoria para las escuelas que Madrid y París mantienen con el fin de preparar el servicio de la administración.

En 1699, Francois de Callieres comienza a escribir su célebre obra «Arte de negociar con Príncipes Cristianos», que publica en 1716. Esta es una obra clásica y su lectura tiene vigencia. Callieres pasa a ser el asesor diplomático de Luis XIV. Es a su iniciativa que la Sorbona recopila en 1726 el «Corps Universel Diplomatique du Droit des Gens».

Del mismo modo parece oportuno citar a De Comines cuando escribe que la Diplomacia «es profesión de gente letrada y docta en ella». “El talento más feliz se encontraría perplejo si se arrojara sin preparación en el mundo complicado de los negocios internacionales.

Durante toda la Historia de la Diplomacia, la exigencia ha sido siempre el mejor método de selección y ésta, la fórmula perfecta para la dignificación profesional.

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