Aporte
Memoria y olvido en el colectivo…

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La memoria es un arma poderosa. Como la escritura, sirve de remedio contra el olvido.  La memoria fortalece a pueblos y naciones, ayuda a fraguar su identidad y les impide perecer por completo. Impide que este hoy degradado haga olvidar el horror que encierra el ayer.

Los pueblos sin memoria ni viven ni mueren: sólo sobreviven, pasean su medianía sin orgullo ni gloria, inmersos en una actualidad intrascendente. 

Si, en el plano personal, la memoria es la forma de autoencuentro del yo (ya San Agustín decía: ”Yo soy el que recuerda, yo el espíritu”), en el plano  suprapersonal o histórico es el modo de encuentro de un pueblo o una nación con su pasado.

Cuando esa memoria falla o se pierde, es imposible encontrarse consigo mismo.

Los pueblos grandes y nobles nunca olvidan: la memoria es un signo de fortaleza; el olvido, de debilidad. Sólo los pueblos débiles son dados a olvidar. 

Un pueblo desmemoriado es un pueblo irremediablemente perdido. Incapaz de reconciliarse consigo mismo frente al espejo roto de su historia, yerra todo el tiempo, y sus yerros son su mayor escarnio.

Un pueblo que olvida y que termina rehabilitando a sus antiguos verdugos y opresores es merecedor de todo: de desgracias, de sangre y lágrimas, de burla y desprecio, y aun de bochornosos retornos al poder.

Descalificado para todo, halla su verdadera vocación en la deshonra y el ridículo.

¿Cómo puede, sin memoria histórica, enmendar errores, prevenir peligros y riesgos, evitar males  o  apuntalar logros?

Milan Kundera tiene razón: la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido.

Memoria y olvido se sitúan en las antípodas de una sola realidad. Mientras una teje el lienzo de la historia, el otro lo desteje.

El poder (cualquiera sea su signo) quiere que olvidemos. El espíritu libre se le resiste y conserva la memoria como defensa. El olvido es la premisa necesaria para perpetuar la opresión.

El poder pretende que los ciudadanos borren para siempre el recuerdo de los horrores del pasado y se llenen de una nueva “memoria”, ya vaciada y viciada: la de sus signos y símbolos, sus consignas y eslóganes.

No importan afrentas y vejaciones, crímenes y atrocidades, todo ha de echarse al pasto del olvido en nombre de un nuevo comienzo y de una dudosa “reconciliación”.  

Leyendo una novela controversial sobre el período más terrible de nuestra historia reciente, La fiesta del chivo, doy con esta frase excepcional: “La política es un abrirse camino entre cadáveres”. Así ha sido siempre entre nosotros, así han actuado gobernantes, cortesanos e idólatras del Poder”.

Abrirse paso entre cadáveres: he ahí, resumida,  la “aventura” del político inescrupuloso y sagaz que espera con calma su turno.   Por desgracia, los dominicanos no podemos enorgullecernos de haber librado con éxito la lucha contra el poder y el olvido. La amnesia parece haber contagiado a muchos. Deberíamos celebrar el triunfo del espíritu, y en su lugar asistimos a la derrota del hombre ante el poder y de la memoria ante el olvido.

Mario Vargas Llosa, un escritor extranjero,  viene a recordárnoslo: aún no hemos “ajustado” cuentas con las culpas de generaciones enteras ni con el lastre de un pasado ominoso. Seguimos impuros, manchados, contaminados.

No nos atormenta la mala conciencia, la conciencia de culpa. Karl Jaspers hablaba de la “culpa colectiva” de los pueblos que viven bajo dictaduras y consienten pasivos o colaboran con el mal.

Aquí ni siquiera nos planteamos este problema.  Nos hace falta expiar los pecados, una “catarsis” espiritual, una gran purga del alma que nos limpie de tantas miserias y dobleces morales.

Soy incrédulo frente a la Historia, ese largo ejercicio de cinismo y crueldad.

Por eso comparto el temor de Kundera: todo será olvidado y nada será reparado.

No se repararán las injusticias que se cometieron, pero todas las injusticias serán olvidadas. Me sobran razones para temer al olvido y para desconfiar del ”buen juicio” de los pueblos.

Me bastan los indicios del presente. Tal vez sea así y nada será recordado. Verdugos y víctimas, opresores y oprimidos,  ofensores y ofendidos terminarán pesando iguales en la balanza de la “historia”.

No habrá culpables, ni cómplices, ni víctimas: todos seremos inocentes, como los niños. El Anti-Juicio Final, perfecto y perverso.

Y, sin embargo,  yo recuerdo, yo el espíritu.

Me repito el “nunca jamás” de Vargas Llosa y apuesto (debo apostar) por la memoria antes de que se nos venga encima el bochorno universal.

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