APORTE
Pedro Henríquez U. y su legado a México

<STRONG>APORTE<BR></STRONG>Pedro Henríquez U. y su legado a México

“Yo estaba en primer año —dice Ernesto Sábato al evocarlo— cuando supimos que tendríamos como profesor a un “mexicano”. Así fue anunciado y así lo consideramos durante un tiempo. “Entró aquel hombre silencioso, y aristocrático en cada uno de sus gestos, que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad. A veces he pensado —sigue el autor argentino— qué despilfarro constituyó tener a semejante maestro para unos chiquilines inconscientes como nosotros”.

El niño argentino terminó haciéndose amigo del maestro dominicano quien solía llevar un portafolio lleno de tareas y deberes escolares corregidos o por corregir. “¿Por qué pierde tiempo en eso?” —dice Sábato que le dijo a don Pedro alguna vez apenado al ver cómo pasaban sus años en tareas inferiores. “Me miró con suave sonrisa y su reconvención llegó con suave y pausada ironía: ‘Porque entre ellos puede haber un futuro escritor’”. Hubo, en efecto, muchos. Otro de ellos, Saúl Yurkievich, recuerda, la puntualidad del dominicano, el ardiente escrúpulo con que recogía sus trabajos escolares.

Yurkievich perteneció al grupo de niños que lo esperaba en clase el día que murió, allá por 1946. Recuerda cuán vivamente le impresionó imaginar a aquel profesor moreno y de elevada estatura, elegante y de grave voz pausada y amable, cayendo fulminado por el infarto después de una carrera intempestiva que dio para no perder el tren que lo llevaba todos los días a impartir una clase que a esas alturas ya sólo daba tal vez por costumbre, acaso por inveterada generosidad. Esta última virtud no le era ajena. Otro discípulo argentino —Enrique Anderson Imbert— recuerda: “Nos llevó a su casa, nos enseñó a vivir y a pensar, a oír música y a escribir cuentos, a leer los clásicos e informarnos de las ciencias, a disfrutar de las literaturas modernas en sus lenguas originales, a conversar, a gustar de la pintura, a trabajar y a apreciar el paisaje y la   bondad”. “Sobre todo nos enseñó a ser justos”.

“El ideal de justicia” —fue su primera lección en 1925, según recuerda Anderson— “está antes que el ideal de cultura; es superior al apasionado de justicia que sólo aspira a su propia perfección intelectual”. Así está claro que “no consideraba —como dice Rafael Gutiérrez Girardot—: “La vida intelectual como un hipódromo.” Y continúa el colombiano titular de la Cátedra Ernst Robert Curtius en Heidelberg—: Pedro Henríquez Ureña “Fue discípulo de sí mismo (…), fue el maestro por excelencia que aprendía enseñando y enseñaba aprendiendo, enriqueciendo así una vieja tradición americana que hizo del hogar una gran escuela y de la vida en sociedad una imborrable pasión intelectual. El historiador mexicano Enrique Krauze redondea este retrato afiliando a Henríquez Ureña a sus suculentas raíces judías e inscribiendo al personaje y a su familia en la compacta y tumultuosa historia de su República Dominicana. Nacido en una isla, Henríquez Ureña no tenía un temperamento insular, y maestro, “no tenía discípulos sino amigos.” Como dice Krauze, el biógrafo de sus amigos y discípulos mexicanos: “Si ese reconocimiento, admiración y gratitud de varias generaciones de escritores hispanoamericanos de primera línea como Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Ezequiel Martínez Estrada, Daniel Cosío Villegas, además de los arriba mencionados, no bastaran para sugerirnos la grandeza de su figura, sería suficiente leerlo con ojos limpios pero informados para descubrirlo —según hace Rafael Gutiérrez Girardot— como de los exponentes más brillantes de la historia y la historiografía literarias de nuestra lengua, desde luego, pero también otras. Un crítico del formalismo estructural avant-la-lettre.”

Su método dialéctico —”no leía libros sino bibliotecas”, apunta Krauze— aplicado a la historia cultural y literaria, más que describir adelanta, fragua una idea de América y de su cultura. El constructivismo de su utopía se resuelve en un “sólo es posible mejorar —o empeorar— lo que se tiene”. La actualidad del discurso utópico de Pedro Henríquez Ureña puede medirse, entre otras cosas, por la coincidencia de su constructivismo con el del liberalismo político propuesto, por ejemplo, por el filósofo inglés John Rawls.

La utopía de Pedro Henríquez Ureña no será entonces sinónimo de una abstracta en- telequía ajena sino una obra en marcha que afina y afirma las figuras de la tradición. La tradición como pauta y como destino que sabe transmutar en proyecto las condiciones dadas. Desde esta perspectiva, la historia y la historiografía literarias  practicadas por Pedro Henríquez Ureña cobran todo su peso, y la filología como quería Federico Nietzsche se erige en el instrumento de una promesa y de una restitución más amplias. El pasado literario y cultural no es para él algo inmutable sino susceptible de ser inventado y construido desde una memoria del porvenir, un presente iluminado por la utopía o sea por la figura de la cultura hispánica e iberoamericana, la Romanía latina que alienta en la América Ibérica, española y portuguesa. De ahí que las tradiciones clásicas del Mediterráneo —griegas, latinas, árabes, judías y cristianas— deban ser consideradas algo substancial al ser americano.

El espejo enterrado que recuerda Carlos Fuentes y que es preciso inhumar para restituir la clave de nuestros nombres olvidados. El número completo de nuestro pasaporte comprende el código de las Américas. Pedro Henríquez Ureña supo dar cauce positivo a estas preguntas con sus libros y su empresa pedagógica.

Supo unir teoría y práctica, y su vida crítica da por ende cabal respuesta a aquella pregunta de José Lezama Lima “En torno a la dignidad de la poesía”: “¿Cómo aumentar la corriente mayor, el pez y la flecha caudal, sumando la poiesis y el ethos? ¿Buscar la manera que creación y conducta puedan formar parte de la corriente mayor del lenguaje?”

A uno de los primeros ciudadanos de la América leída e impresa, México le debe no pocas vértebras de su cultura en el siglo XX: La antología del Centenario (que siembra un modelo de continuidad entre la cultura del México porfirista y de la del México revolucionario), la preparación del programa de la Escuela de Altos Estudios, antecedente de la Facultad de Filosofía y Letras, las líneas maestras de las colecciones Biblioteca Americana y Tierra Firme del Fondo de Cultura Económica. Pero le debe sobre todo haber dejado su huella pedagógica, haber amasado con sus consejos el alma de Alfonso Reyes, Carlos Pellicer, Daniel Cosío Villegas y tantos otros.

Gracias a Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes pudo elevarse por encima de sí mismo:

 “Ya sé —le dice Pedro Henríquez a Alfonso Reyes en cartas del 30-V-de 1914—, escrita desde La Habana —ya sé que tú dirías que soy el alma del grupo, pero de todos modos, tú eres la pluma, tú eres la obra, y ésta es la definitiva.” Aunque exagera la modestia, Pedro Henríquez Ureña dice en esta frase su nombre cifrado: el alma de la pluma americana. Es esa virtud —poder y pasión del alma— la que hace de Pedro Henríquez Ureña un guía imprescindible para cualquiera que desee tomar el camino de la reconciliación, las sendas perdidas, por transparentes, de nuestra utopía.

Opinión política

Fragmento de carta de Pedro Henríquez Ureña a a Alfonso Reyes 

Para mí es incomprensible que se declare héroe a quien nunca tuvo propósitos heroicos. Una peculiaridad de México, que yo no acierto a explicarme sino como aberración de una parte del espíritu nacional —poca claridad mental—, es que las reputaciones de los falsos héroes les sobrevivan. En cualquier país tropical —pongo a Venezuela como ejemplo del desastre— se endiosa como héroes a los hombres que están en el poder; pero una vez que caen a nadie se le ocurre sostener la ficción. En México se sigue sosteniendo la ficción cien años después —en el caso de Iturbide—, y no es extraño que se sostenga diez años después en el caso de Don Porfirio. Y eso que yo admito heroísmo, o por lo menos patriotismo, que es la misma cosa, en Don Porfirio; pero yo estoy acostumbrado a pensar desde la infancia, —y te aseguro que es la creencia general en los países latino-americanos de tierra caliente (por lo menos en esos, que son los que yo conozco),— que héroe manchado deja de ser héroe. La mayor parte de los tiranos de nuestra América han comenzado con actos de patriotismo; han peleado en la Independencia, han defendido al país contra ataques extranjeros, y así por el estilo; sin embargo, al convertirse en tiranos, la opinión popular, y la famosa posteridad, los han borrado de las listas de héroes. Yo creo que era tiempo de que en México se hiciera eso con Iturbide. Quizás otra explicación de por qué en México sobrevive la reputación de los falsos héroes es que aquí los verdaderos enconos de partidos; ser de un partido implica pensar de cierto modo en religión, en política, en economía, en literatura (ahora pienso que en España hay hechos paralelos); y por eso cada partido tiene sus propios dioses lares, que le duran siglos aunque sean falsos.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas