APORTE
Punto sin retorno

APORTE<BR>Punto sin retorno

Ese hombre acaba de atravesar el umbral temido. Se ha acercado, inquieto y temeroso, a esa cifra traumática que le irrita.  Ha dejado definitivamente atrás la treintena. Los años le han ido pasando uno tras otro y él los ha asimilado con una mezcla de asombro e impotencia, como se asimilan los golpes de la vida.  Ahora sabe que ha llegado a un punto sin retorno.

 Siente como si llevara consigo una marca terrible. Piensa que es el momento de pasar revista a su vida, de sopesar aciertos y fracasos, de mejorar, de asumir nuevos riesgos y desafíos.  Le intriga el porvenir, la suerte que le aguarda, los días que vendrán.

No ha participado para nada en la historia de su país, y tampoco lo deplora ni le importa.  No cree en la historia, ni le interesa la política, ni ambiciona el poder, ese narcótico corruptor que obsesiona a tantos.  Es un ser aparte, un solitario que transita sin aspavientos ni pretensiones en medio de sus contemporáneos, carente de ambiciones, de grandes metas, de fines últimos, y que únicamente aspira a expresarse y a dejar rastro. 

Ese hombre ama intensamente la vida, la ama tanto que quisiera vivir embriagado de ella, pero vive angustiado, presa de una angustia difusa que sólo con los años ha remitido, se ha aficionado a ella y adora sus tormentos.  Quienes no le conocen, le toman por serio y profundo. En lo íntimo de su ser, debería  burlarse de este equívoco, pues en todo ha sido frívolo y disperso.

Si vive alguna pasión, no se atreve a llevarla hasta el límite.  El abismo a un tiempo le fascina y le horroriza. Debería mandarlo todo a paseo, entregarse por completo a una pasión insensata, dar rienda suelta a sus instintos, pero se contiene, se contiene porque teme que un exceso pueda perderle. En vano trata de controlar sus emociones y se abandona a la ira, que le domina y le hace su reo.  Porque ese hombre de apariencia jovial aún no ha aprendido a dominarse, exagera sus humores, se irrita fácilmente, explota y monta en arrebatos de cólera  que luego termina lamentando.  La ira será su perdición.

Pero quiere salvarse, quiere durar y se cuida. Le preocupa su salud y cultiva su aspecto exterior. Se esfuerza por atraer la atención de las muchachas, sufre su mirada esquiva y no soporta que le ignoren; delira porque le miren, “mírenme, estoy aquí” parece gritarles.  Se sueña en el viejo papel de seductor irresistible, pero los años empiezan a hacer lo suyo.  Ha iniciado el declive inexorable, ha echado barriga, le han salido canas, acaba de enterarse de que es hipertenso.   

Reconoce que no reúne ninguna de las cualidades necesarias para triunfar en la vida. Falto de sentido práctico, se orienta con torpeza en un mundo de mercaderes y habilidosos. Y, como cualquier hombre, él también es un injustificado. No ha hecho nada memorable, nada que pueda quedar. Si tuviese que resumir su vida en una sola frase, no sabría decir con exactitud en qué ha invertido su tiempo ni a qué ha consagrado sus mejores años.

¿Qué derrotero puede tomar la vida de un hombre al llegar a los cuarenta años? ¿Qué se supone que pueda sentir, pensar, esperar de la vida cuando alcanza esa edad odiosa, ese límite definitivo? Cuarenta años es una vejez avanzada.  Ese hombre en la edad fronteriza aún no es viejo, pero ha dejado de ser joven. Siente que su juventud se le escapa sin remedio, que huye entre sus manos, que el ímpetu de los años mozos le abandona, y la madurez se le antoja aburrida cordura.  Y entonces tiene prisa por vivir, quisiera vivir un poco más cada día, empieza a importarle cada hora, cada instante, cada ocasión de aventura y placer que pueda ofrecerle un cuerpo joven de mujer.

Porque ese hombre ha llegado a las cuatro décadas y se siente incompleto. Se mira las manos y están vacías. Presiente futuras crisis y rupturas,     estremecimientos y tribulaciones, oportunidades y desastres.  Aún le falta la obra que le justifique.  Es cierto que su vida no ha sido del todo inútil y que puede alegrarse íntimamente de algunos logros. Tiene hermosas razones para vivir y seres por los que seguir viviendo.  Ha procreado, vida que da vida; ha prodigado su tiempo y corrido mundo y paseado su soledad y su angustia por escenarios distintos; hasta puede presumir de amores, de viajes, de lecturas. Y con todo, nunca ha podido librarse de esa inmensa sensación de vacío que le acosa.  Haga lo que haga, siempre desearía haber hecho otra cosa; sea lo que sea, siempre querría ser alguien distinto.

Pero ahora no tiene excusas para nada, tampoco para eludir la obra que le  justificaría. Ya se ha dispersado bastante. Ahora debe volver sobre sí, verse claramente, concentrar fuerzas y energías en su proyecto.  Llegado a la edad de la razón, punto sin retorno, no le queda sino asumir la vida, la marcha incontenible de las horas, el reto ineludible de los días.  Ese hombre tiene ante sí el camino de la escritura y sabe que es el único que podría salvarle.

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