APORTE
Reflexión acerca de
los intelectuales

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DIÓGENES CÉSPEDES
Si hay un pensar acerca del cual ningún intelectual se ha extraviado hasta hoy, es el que lo conceptúa como un productor de conocimientos nuevos si se consagra a la investigación o el de un repetidor de discursos ajenos si carece de creatividad.

En cambio, si el intelectual se consagra al cultivo de la ficción, su obra, incluida por comodidad comercial en los llamados géneros literarios, está llamada a transformar, para que se le pueda aplicar el sustantivo escritor-ra, el ritmo y las ideologías que el autor encontró en su época, la primera de las cuales, es, a no dudarlo, la concepción que de la literatura y el lenguaje tiene la sociedad.

Si la ideología literaria encontrada en su época es, pongamos por caso, el compromiso, el arte como diversión y entretenimiento, como estudio psicológico de los actores sociales o como un reflejo de la moral y las costumbres o, en el caso extremo, como terapia y forma de alcanzar el estado de gracia teológico, el escritor-ra carece de creatividad si reproduce estas ideologías en su escritura.

Para cambiar esas ideologías, u otras que pululan en el aire, el escritor-ra, si tiene conciencia del oficio, orientará el sentido de su discurso en contra de esas ideologías, pero también anejo a esa actividad, e inseparable de ella, está la creatividad, algo que no se enseña en ninguna universidad, ya que es producto de su inteligencia y  sensibilidad, y estas últimas llevan el sello de una elevada cultura del sujeto.

Esas características de lo que es un escritor-ra han sido subrayadas hasta la saciedad por Octavio Paz, Gerarld Manley Hopkins, Emile Benveniste, Meschonnic y los grandes poetas como Pound, Claudel y los poetas bíblicos o árabes.

Es la maestría con que el escritor-ra despista al lector acostumbrado a decodificar significado, tema o argumento, porque el ritmo, a través de los efectos prosódicos, le juega una mala pasada. El ritmo seda a quien se queda en la lectura lineal y desconoce los juegos de sonoridades generalizadas que el autor despliega en su obra, desde la primera línea hasta la última.

En la cultura dominicana se ha perdido el lazo que unía a los grandes poetas con los que surgían en cada época. El hiato de la Poesía Sorprendida sigue en suspenso. O el hiato de poetas como Manuel del Cabral y Tomás Hernández Franco. No ha habido poeta nuevo que les supere. El saber de estos poetas no pasó como oralidad a los nuevos poetas surgidos después de la muerte de Trujillo. Pasó, y ahí se quedó, como escritura, como mimesis libresca. Todos los grandes poetas de ese ciclo histórico que concluyó en 1961 con la muerte de Trujillo, se les lleva y trae según la conveniencia de quien les exalta. Lo que esos grandes poetas hicieron con sus grandes poemas (Clima de eternidad, Compadre Mon, Yelidá) fue inscribir políticamente el sentido de las obras en contra de alguna ideología en particular o de varias ideologías simultáneas.

Los poetas que les sucedieron, se quedaron en la subversión, la rebeldía o la mimesis. ¿Por qué? Las ideologías literarias con las cuales fueron formados –el compromiso literario, el ritmo como musicalidad, el esteticismo, el historicismo– les entramparon y no pudieron sacudirse de estas.

Algunos voltearon los ojos hacia la narrativa. Creyeron, como los manuales literarios les enseñaron, que había división entre poesía y narrativa. Ambas están enhebradas por el ritmo como organización del sentido de una obra. La consecuencia directa de esta creencia arrojó como resultado una floración de narradores que lo único que hizo fue quedarse en la narración.

Escribir fue para estos (hombres y mujeres) contar una historia y ya. Si con un poco de sexo y rebeldía social, mejor; si con una buena dosis de blasfemias, incluidas las religiosas, o de malas palabras, mucho mejor, pues se creía en la transgresión del lenguaje o de la lengua, ignorando aquellos escribanos que estaban en el plano del discurso.

Hemos llegado al siglo XXI, luego de un periplo de varias generaciones (los 70, los 80, los 90) a una pobreza espiritual y cultural que en todo prima la rabiza, aunque inflada a la categoría de la genialidad, gracias al laborantismo de esos escribanos en los medios de comunicación y a los amarres del “yo te invito, tú me invitas” a la próxima actividad literaria en el extranjero, las cuales crecen como la verdolaga, en estos tiempos que corren. Todos hablan con el léxico de la globalización: transparencia, competitividad, modernidad por modernización y un sinnúmero de barbarismos, entre ellos los famosos gerundios ingleses que nos tienen hasta la coronilla.

Usted bate en una licuadora las obras de estos galanes y no obtiene ni una pulgada de jugo. Así va el mundo, Valmont.

En síntesis

Cabral y Hernández

No ha habido poetas nuevos que superen a Manuel del Cabral y Tomás Hernández Franco. El saber de estos poetas no pasó como oralidad a los nuevos poetas surgidos después de la muerte de Trujillo. Pasó y ahí se quedó, como escritura, como mimesis libresca. A todos se les lleva y trae según la conveniencia de quien exalta.

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