JOSÉ BÁEZ GUERRERO
Varias veces he comentado que una de las más desafortunadas características del debate público dominicano es la propensión a insultar, a ofender al interlocutor o al adversario provocándolo e irritándolo con palabras o acciones, generalmente cuestionando su carácter o su honorabilidad, como si la descalificación personal restara mérito a la obra u opinión de la víctima del insulto.
He vuelto a meditar sobre esto luego de que un prestigioso abogado, quien ha optado por sacrificar parte de su crédito público defendiendo en el plano moral lo que sólo merece su actuación judicial, calificara a sus contradictores, entre ellos yo mismo, como «plumas de alquiler», y otros epítetos peores.
Al Gore acaba de publicar un lucido ensayo, «The Assault on Reason», donde plantea cuán insultante es que el debate público se lleve a cabo divorciado del culto a la razón, la verdad y la síndéresis. En inglés los insultos tienen otro sabor. La palabra misma posee mayores atributos, pues un insulto es sinónimo de un achaque de salud o trauma, aunque su acepción más común es, como es castellano, cualquier afirmación afrentosa o que desvalorice la persona. Pero en la cultura sajona hay una deliciosa distinción. Y es que el insulto puede ser intencional o accidental. Por ejemplo, dar una explicación creyendo que es necesaria, puede insultar a quien la recibe, pues se asume brutalidad o falta de sofisticación del otro.
La verdad es que hay muchas maneras de insultar. Por ejemplo, decirle a alguien muy bruto que está mal acompañado cuando está sólo, podría ser un desperdicio del ingenio. Para que sea efectivo, el insulto debe ser comprendido. Como el caso de un hombre que alegaba deberle todo cuanto era a sus padres, y un enemigo le sugirió enviarle cien pesos a sus progenitores para saldar esa vieja cuenta. Otro insulto fino fue el que una elegante señora, muy católica, profirió al sufrir los embates de un necio durante una recepción en el Arzobispado. Le dijo: «Tras conocerle, he cambiado mi posición sobre el aborto; ¡ahora lo favorezco en casos de incesto!».
Nicolás Sarkozy, en Francia, durante la campaña electoral que lo llevó al gobierno recientemente, acusó a sus rivales de suplir con insultos su falta de argumentos. Sarkozy dijo: «Los insultos, las mentiras, las insinuaciones; me ha sorprendido que puedan inventar tantas mentiras sobre mí. Pero es lo que ocurre cuando los otros candidatos no tienen ideas, ni argumentos, ni convicciones, cuando no creen en nada y no trabajan, no tienen otro recurso más que el insulto».
En castellano, uno de los más antiguos insultos documentados fue el que un anónimo ofreció a Cervantes, al publicar en 1614 una apócrifa segunda parte del Quijote, en cuyo prólogo se explaya en desconsideraciones hirientes. El manco de Lepanto respondió publicando su propia segunda parte en 1615, y hoy sólo los estudiosos recuerdan al falsario, mientras el genio e ingenio de Cervantes resiste el embate de los siglos.
En esa misma época, el intercambio de insultos entre literatos era común. Quevedo y Góngora se odiaban. Quevedo escribió que Góngora era «docto en pullas, cual mozo de camino». ¿Qué dominicano no sabe qué es una puya, el dicho con que indirectamente se humilla a alguien o la expresión aguda y picante dicha con prontitud? Ser «mozo de camino» era denigrante. Góngora también dedicó a Quevedo sus más estilizados cariñitos versificados, y cinco siglos después, en este paisaje hispánico del Caribe mucha gente dizque inteligente todavía desconoce el arte de insultar, reduciéndolo al estúpido acumulo de epítetos.
Entre los políticos dominicanos, quizás el mayor insulto del último medio siglo lo dijo Balaguer a un antiguo valido suyo, beneficiado con designaciones en casi todas las Secretarías para luego traicionarle desvergonzadamente. Sobre ese personaje, retirado de la política tras sus reiterados fracasos, dijo el estadista de Navarrete: «Vale menos que un papel higiénico usado». En boca de un hombre que pocas veces insultó a nadie, la rareza cobra importancia que trasciende lo anecdótico.
Pero insultar siempre, en cambio, hace sospechoso cualquier argumento razonado. Como el del cliente que dijo de su abogado: «Ya me bebió la leche; ahora me chupa la sangre…».