Aprendiendo a mirar

Aprendiendo a mirar

MARIEN ARISTY CAPITÁN
La noche estaba reluciente. Fresca, amena, invitaba a una franca conversación. Entonces me miró. Fijamente, parecería intentar absorber todos mis pensamientos a través de los ojos.

Tras unos minutos de silente escrutinio, dijo que tenía la esperanza dibujada en la mirada. Me sorprendí. Es la edad, inquirió, porque a los treinta todavía se tiene cierto dejo de inocencia. Tus golpes aún no han sido tantos como los míos, advirtió, y por eso no tienes la mirada tan dura.

No sabía hasta qué punto tenía razón. Pero al día siguiente, sorpresivamente, sonó el timbre de mi casa. Era un vecino. Llegaba a advertirme. Como casi nadie te ve, comenzó, no han podido decirte que tengas cuidado cuando llegues en las noches.

En pocos minutos supe que mi calle y mi zona ya no son tan seguras como yo pensaba que eran. A un chico del colmado le había robado el motor en nuestro mismo edificio, por ejemplo, y el ladrón se había escondido en la segunda planta de esa escalera que subo cada día.

Un poco en shock, tuve que escuchar más: a un señor lo amarraron para robarle el carro hace unos días. Eso sucedió a unos metros de mi casa. ¡Y yo pensando que vivía en el paraíso!

Peor fue la tercera historia. Una noche, a las dos y media de la madrugada sonó un tiro. Le habían dado, descubrieron al día siguiente, a la jeepeta del vecino que vive justo debajo de mí. El tiro entró por el cristal delantero, salió por el de atrás y se incrustó en la bañera de un apartamento del edificio contiguo (guao, yo que pensaba que las balas perdidas no se veían por aquí).

Cuando el cauto vecino se marchó recordé la conversación que había tenido la noche anterior. ¿Cómo se puede vivir, a pesar de ser periodista y lidiar cada día con las más singulares noticias, en una burbuja tan grande?

Quise llamarle confianza. Quise llamarle seguridad. Quise llamarle de mil maneras pero me había equivocado. En realidad, y me duele decirlo, no había sido más que estúpida que, en su afán de pensar que este  aún es un país adorable, se ha resistido a ver la fuerte realidad que estamos viviendo.

Hay que dejarse de pamplinas. Santo Domingo ha dejado de ser ese espacio solaz en el que podías andar tranquilamente. Antes caminábamos por cualquier lugar y a cualquier hora. La violencia y la delincuencia nos sonaba de barrios tan lejanos como Capotillo, Gualey, Los Guandules, Guachupita? jamás podrían ser cosa de la Urbanización Real (donde vivo), Cacicazgos, Bella Vista, Evaristo Morales, El Millón, Piantini, Naco y todos esos sectores en los que nos creíamos tan pero tan a salvo.

Mientras el programa de Barrio Seguro se extiende en los lugares más agrestes de la ciudad y la provincia, los delincuentes cambian de morada y buscan lugares más seguros donde operar.

Pero esas operaciones son cada vez más violentas y complejas. Quizás tenga que ver con la gran cantidad de repatriados que han aprendido en las calles del extranjero nuevas formas de perpetrar sus delitos.

No sé qué es lo que tendrán que hacer las autoridades para resolver este problema. Sin embargo, deben tomar en cuenta que las cosas ya no son grises: son negras. No aspiro a ver una Harley en la puerta de mi casa. Son demasiado costosas, hacen demasiado escándalo y es imposible que nos cuiden a todos personalmente. ¿Qué se puede hacer? Tal vez contar con patrullas que recorran nuestras calles y con agentes confiables que nos hagan sentir que volvemos a tener tranquilidad. ¡Es tan difícil vivir mirando por encima nuestros hombros al llegar a casa! Quiero, y lo pido, que me quiten la angustia que me oprime ahora el pecho.

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