Temprano en mis años mozos, conviví con gentes pobres, barrios enteros sin nada de lujos, plagados de casuchas de barro, yagua y zinc.
En esas vivencias aprendí a ser humilde y honesto, pero igualmente trabajador y lleno de sueños.
Aprendí algo indeleble: en una familia así de pobre, la nobleza de un hombre trabajador y ejemplar padre y esposo, resplandece con más brillo que en cualquier mansión: mientras más negro el ambiente más se cotiza la perla.
Por eso me duele en el alma cuando veo la ligereza con que se le quiere endilgar a la pobreza el auge de todo tipo de lacras en esta lastimosa sociedad dominicana.
Reconozco que en República Dominicana hay mucha pobreza y muchos pobres, pero parece que nadie quiere reconocer que lo más dramático es la pobreza moral y espiritual, y esa abunda más arriba que abajo.
No es verdad que es abajo donde se anidan los hombres más deshonestos, ladrones, asesinos, terroristas y narcotraficantes.
No es en ese nivel donde se desvalija el erario público; no es entre los pobres donde se gestan las más vulgares indelicadezas políticas; no son los infelices los que trafican con enormes fardos de drogas; los miserables mueren; pero son otros los que comandan el sicariato.
A lo sumo, los inferiores son una caja de resonancia de los superiores. Total, los rateros paran en la cárcel o en el cementerio. ¿Y los otros?
Creo de corazón que la principal causa de tanta violencia social se anida en la ostentación descarada de los ricos inorgánicos (improductivos) y en la alegre impunidad de los verdaderos delincuentes, que a menudo ambos son uno.
¡Son otros los que impiden que los recursos alcancen para una educación digna, lo que unido al despilfarro hacen que el pobre se vea y se sienta más miserable y sea fácilmente narigoneable.
Creo que la peor y más dramática violencia se vive en esos hogares sin fogones, sin escuelas, sin agua, sin luz sin vida.
Tengamos misericordia con ellos. Apuntemos más arriba al buscar los culpables.