Apuntes a vuelapluma en torno a la infelicidad

Apuntes a vuelapluma en torno a la infelicidad

POR LEÓN DAVID
La cuestión que hoy me apremia a desgranar algunas ideas pudiera acaso parecer manida. Y probablemente no le falte razón al que así opine. Debo confesar, además, que antes de resolver abordarlo hube de arrumbar no pocas reticencias que en furibundo tropel asaltaron mi espíritu. Todavía ahora, en el instante en que estas líneas redacto, vacilo y a mi buena ventura –ya que no a la lucidez de mi desmayada inteligencia- me encomiendo y recurro.

Convengamos que, siempre y cuando nos anime la intención de eludir el lugar común, el punto que desaprensivamente me ha pasado por las mientes debatir satisface a plenitud todos los requisitos que lo convierten en auténtico rompecabezas… ¿Dónde hallar el cabo suelto de tan enmarañada madeja? ¿Por dónde comenzar?… La sinceridad, a la que siempre he rendido culto, me fuerza a empezar haciendo melancólica declaración de mi propia ignorancia, pues, aunque peque de ingenuo o imprudente, debo reconocer que yo no sé lo que la felicidad es…, o, corrijo, ignoro cómo definir ese concepto.

Es extraño –y el hecho no termina de sorprenderme- que, tal y como he podido comprobar en reiteradas ocasiones, las voces más usadas de nuestra lengua, aquellas que designan las experiencias más ordinarias y triviales, son las que mayor embarazo suscitan a la hora de ponernos de acuerdo en torno a su significado. Es posible que la explicación de tan desconcertante fenómeno remita en parte al hecho de que cuanto más empleamos un término común y corriente que, de modo inevitable, alude a sucesos y circunstancias de casi infinita variedad, mayor es la imprecisión y ambigüedad a la que el referido vocablo nos arrima. Si no me equivoco, eso y no otra cosa es lo que sucede con la palabra “felicidad”.

¿Qué intento señalar cuando digo que soy feliz? ¿A qué apunto cuando afirmo que no lo soy? ¿Constituye la felicidad tema sobre el que, allende la mera opinión subjetiva, quepa sustentar un criterio sólido y fundamentado? Admito que en este instante soy incapaz de responder afirmativa o negativamente a pareja pregunta. Confío, sí, que en el curso de esta cavilación acuda la diosa fortuna en mi auxilio y consiga entonces ofrecer algunos elementos que contribuyan ya que no a zanjar la cuestión, a dilucidar al menos en cierta medida el fondo del problema.

Para no resbalar por la escabrosa pendiente de las sutilezas semánticas a las que no soy afecto, partiré suponiendo que todo el mundo, por tratarse de una realidad familiar que constantemente está en los labios, conoce o al menos barrunta lo que la felicidad es, quedando en deuda con el lector en lo tocante a precisar posteriormente con más objetiva nitidez los perfiles todavía nebulosos de dicho concepto.

Así me atreveré a proclamar, a modo de preámbulo, que el hombre contemporáneo es criatura profundamente infeliz. Su infelicidad tales extremos roza que en muy frecuentes circunstancias linda con lo patológico. Y la amarga ironía es que nuestro acongojado individuo vive en frenética persecución de eso que él llama el bienestar y la bonanza. Si le preguntamos cuál es el objetivo de sus afanes, nos contestará sin titubear: “llevar una existencia más placentera y grata”. Si nos interesamos acerca del por qué de su conducta, al instante buscará convencernos de que fue motivada por el deseo de acrecentar su dicha o de no aumentar sus infortunios.

Resulta, pues, que en pos de la felicidad va el hombre contemporáneo sembrando su camino de amargura. Bien miradas las cosas, el asunto no es tan difícil de entender: así como no hay música que para los oídos del sediento suene tan melodiosa como la del murmullo de la fuente, para el contrito habitante de nuestro planeta no existe paraíso más tentador que ese utópico y hospitalario que con el rótulo de “felicidad” se nos anuncia.

 No es azar que la búsqueda de la felicidad se nos revele como el motor de los tiempos presentes. Después de todo, lo que no se posee suele ser lo que más se ansía; y toda privación en sueños y esperanzas se complace… Basta echar una superficial ojeada sobre el hombre del común para que la verdad salte a la vista: hosca la expresión, el ceño fruncido, el músculo tenso, se apresura por la calle mientras, antojadizas, saltan de un sitio a otro en su cerebro las ideas…, mecánico el saludo, la sonrisa rígida y forzada, el gesto atropellado, la mirada huidiza y temerosa, el lenguaje mordaz y sombrío el semblante, sugiere su conducta que obra automáticamente, por hábito y rutina, sin implicarse en lo que lleva a cabo; come casi siempre en exceso y compulsivamente sin disfrutar del bocado que traga; para aturdirse bebe; duerme sin descansar –cuando el insomnio no le asedia- entre sobresaltos y horripilantes pesadillas…, es lastimoso el espectáculo que muestra: transcurre su existencia en una permanente exterioridad, en un vacío infecundo; las minúsculas servidumbres que la subsistencia impone van cercenando poco a poco su libertad, van cortando paulatinamente toda posibilidad de encuentro consigo mismo, único pedestal sobre el que puede levantarse el disfrute genuino.

Henos aquí, pues, frente a un proceso de pérdida de identidad, de ruptura con la dimensión medular del yo, con esa raíz de humanidad sin la que la pensante criatura se convierte en náufrago que a la deriva flota sobre el torrente caprichoso de lo imprevisto. Por tal razón el hombre contemporáneo reacciona ante su propio cuerpo y sentimientos como un extraño que visitase hostil y desconocido territorio. Diera la impresión de ser arrastrado por los acontecimientos en un tempestuoso torbellino…, partícula de polvo que el soplo del instante eleva y empuja con rumbo indefinido.

Mas da la casualidad que el ser humano, por mucho que se empeñe en anularse y en desviar sus ímpetus creativos, lejos está de ser una partícula de polvo. Por ancha que sea la brecha que ha cavado para distanciarse de sí mismo, no deja de pensar, de sentir, de anhelar; entonces algo que procede de los más profundos estratos de su persona, abriéndose paso entre el fárrago de las experiencias circunstanciales, las impresiones inconexas y los impulsos vagos, surge de repente a la luz de la conciencia abriendo en el alma la invisible herida del doloroso sin sentido.

…Extraña rebeldía, lucha incierta en la que el músculo se contrae, la expresión se endurece, la mente se fatiga y la felicidad, cualquiera que pueda ser el significado que a esa palabra asignemos, se esfuma como el humo azulado de un cigarrillo que en sus propias cenizas se consume.

Afirma el magno filósofo Pero Grullo, a cuya sapiencia siempre acudo, que el hombre no es feliz porque ignora la paz. ¿Aserto baladí? Tal vez…, pero no por trivial deja de expresar la communis opinio cosas irrecusables. Si de algo podemos estar ciertos es que el ser humano no sólo ha declarado las hostilidades a cuantos le rodean, sino que, hecho sorprendente, la ha emprendido ferozmente contra su propio yo.. La saña auto-destructiva que despliega lo incapacita para que, en tanto que individuo, se asuma como un todo. Hay en el homo sapiens cierto costado enconado y tortuoso que, al modo del pulpo, ha logrado asfixiar su interior fisonomía sin perdonar resquicio. Y la persona toda, la psíquica y la corporal, ante semejante atropello se rebela. Un ser dividido jamás hallará reposo. Y puesto que si algo define al hombre de estos días es, como señalábamos, la escisión de su yo, el estado anormal de inquietud y tensión tiende a convertirse en la pauta de vida.

 A la unidad se aboca la existencia. A pesar de los indicios que apuntan en sentido contrario, todo lo que vive tiende a lo uno, hecho que en ningún modo niega la pluralidad increíble de formas de que se reviste cuanto palpita, prolifera y siente en el orbe terráqueo. Ningún organismo podría subsistir si no trabajan sus partes en función del todo. Orden, equilibrio, sistema, he aquí la fórmula básica a la que la multiplicidad de lo creado obedece, fórmula que confirma siempre, sin excepción, su esencial proclividad articulatoria. No hay criatura –al menos yo no la conozco- que pueda escapar a esa ley fundamental… Mal podría el que estas líneas pergeña conservar su integridad de ser viviente si pugnaran las piernas por moverse cada una a su antojo en dirección opuesta mientras el tronco y la cabeza por rumbos distintos trataran de encaminarse.

La vida –aunque me tilden de necio lo repetiré- es, gústenos o no, la interdependencia de lo diverso o la diferenciación de lo único. Disociar es destruir. El que no dé crédito a mis palabras que se desprenda del corazón o del hígado a ver que le sucede.

Pues bien, de la mayoría de nuestros semejantes cabe sostener que se ha suicidado anímicamente en la medida que ha permitido que su coherencia espiritual se fragmente en pedazos como vaso de vidrio que al caer al suelo irremediablemente se destroza. Nuestro ego profundo, si no ha fallecido aún, en coma terminal se halla y de mil maneras diversas nos participa su agonía.

¿Qué otra cosa podíamos esperar? La escisión que el fenómeno de la conciencia revela nos aliena de la realidad en cuanto solamente la admitimos bajo el aspecto de conjunto variopinto de entes o fenómenos ajenos, situados frente a nosotros y con los que apenas podemos establecer un contacto externo, superficial, utilitario, y no una verdadera interrelación de pálpito a pálpito, de médula a raíz. Pero también, como no podía dejar de ocurrir, ha sellado la conciencia un doloroso distanciamiento de nuestra intimidad en la medida en que siempre nos vemos desde fuera, como objeto del que no formamos parte en el preciso momento en que nos estamos contemplando, y no –tal es el caso- como totalidad que vive el pensamiento cuando en el acto mismo de pensar se manifiesta.

 Lo que está frente a mí sólo al enfrentamiento nos invita. De ahí que al asomar la conciencia aparecieron simultáneamente las condiciones que favorecen que el hombre se transforme en ese guerrero, en ese depredador sanguinario que sólo agrediendo lo que tiene por delante y violentándose a sí propio logra encontrar un vestigio de la remota identidad que en la alborada de los tiempos poseyera.

El proceso civilizatorio que arranca con la aventura racional condujo a una cada vez más acentuada individuación, travesía intelectual y lógica en la que el ser humano extravió su cósmica querencia y renunció al elemental sentido de su genuina e insólita verdad. Aislose el hombre en su caparazón consciente cual en inexpugnable fortaleza y de allí comenzó a lanzar sus dardos al mundo circundante. A partir de entonces, solo y asediado, se revuelve en la ciudadela de su mente, en el altivo bastión del pensamiento. Desde allí convoca el estratega su ejército de ideas y arremete con ellas cual redivivo caballero andante contra los molinos de viento que su imaginación calenturienta en gigantes hostiles transformara…. El resultado de semejante equívoco ya hemos tenido la oportunidad de conocerlo.

En el fondo, la violencia es el intento permanentemente fallido de retornar a la unidad perdida. Nadie soporta la soledad. El alejamiento de los demás conduce a la locura y a la muerte. Cuando el hombre ejerce violencia contra sí mismo, cuando atenta contra lo que le rodea, lo que está haciendo es expresar de manera desesperada y compulsiva, negativa y estéril, el deseo imperioso de sentirse uno con el universo. Que sus acciones al cabo se coronen con un desconsolador sucedáneo de lo que torpemente el individuo perseguía ya es harina de otro costal.

Sin embargo, -volviendo a nuestras reflexiones iniciales-, la humana criatura sigue insistiendo con toda la gravedad del mundo en que su vida está consagrada a la búsqueda de la felicidad. “Felicidad”, henos aquí nuevamente ante el vocablo que párrafos atrás tan arduo y espinoso resultaba definir. Me temo que a estas alturas del análisis no hemos avanzado mucho en lo que a precisar su significado concierne. No obstante, abrigo la esperanza de que las especulaciones que anteceden –asaz premiosas e incompletas- no hayan sido del todo inútiles y cuando menos ofrezcan una vía de acceso en la dirección adecuada, lo cual nos permita cumplir con el objetivo harto ambicioso de esta melancólica cavilación, más propia, lo admito, de poeta neurasténico que de filósofo sistemático… Sea lo que fuere, si a ciencia cierta no sabemos aún en qué consiste la felicidad, acaso ahora, partiendo de los razonamientos adelantados, podamos sustentar con mejor criterio nuestra primera aserción, a saber, que el hombre contemporáneo es un ser profundamente infeliz. Es infeliz desde el instante en que se encuentra apresado sin que él mismo lo sepa en implacable paradoja que lo induce a escapar de su destino infausto haciendo exactamente lo que no puede sino contribuir a que el fin trágico que desea evitar se cumpla inexorablemente.

La infelicidad estaría así estrechamente vinculada a la incapacidad de la mente lógica para integrar y reunir en un todo existencialmente satisfactorio los retazos del yo que hasta el presente hemos juzgado realidad peligrosa y ajena. Mas como el hombre parece dispuesto a todo salvo a admitir el fracaso o a reconocer el absurdo, se fabrica muletas con las que mal que bien consigue prolongar su lamentable marcha tierra adentro en las comarcas del error. De parejos bastones ideológicos el mito de la felicidad no es –sobran motivos para conjeturarlo- el menos redituable. Gracias a ese mito fundamental que proclama la posibilidad de realizar aquí y ahora la utopía de un estado de concordia, plenitud y abundancia, puede el hombre contemporáneo, haciendo a un lado todo reparo de conciencia, persistir en su labor de depredación permanente de la propia existencia y de la de aquellos que un azar imprudente en su entorno pusiera

Si no me equivoco, tiene hoy por hoy la felicidad un extraño parecido con el éxito, el cual, a su vez, se identifica, según los gustos, con la riqueza, el estatus, la comodidad, el poder, el prestigio y el ocio. En otras palabras, cuando la noción de felicidad desciende al suelo de los hechos concretos y en su caída termina rompiéndose los huesos, topamos con que para alcanzarla debemos emprender la tarea nada filantrópica de aplastar a nuestros semejantes, quienes sólo pueden ser tenidos por competidores y rivales… Así, cuando pensamos que casi la tenemos en la mano, se desvanece la felicidad en el aire como el espejismo del desierto. Lo que no impide que el mito por ella generado, insinuante y provocador, como la luna en el cielo nocturno, se presente una y otra vez en el horizonte de nuestras expectativas. Y con esa ilusión estampada en la frente a modo de consigna, seguimos andando por el mundo rompiéndole la crisma a la existencia.

En definitiva, el hombre que diviso más que indignación despierta lástima. No me atrevo a juzgarlo. Simplemente sentado a mi ventana le contemplo pasar. Para su mal y el mío no tengo recetas que ofrecerle. Para mi mal y el suyo sólo puedo ofrendarle pasión, dolor y rabia… Después de todo, ¿cómo olvidar que es él quien desde estas palabras taciturnas con las que le he fustigado, burlón y testarudo, me contempla?

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