Apuntes acerca de la poesía
de Franklin Mieses Burgos

Apuntes acerca de la poesía <BR>de Franklin Mieses Burgos

POR LEÓN DAVID (primera parte)
Sin hesitar me incluyo en el melancólico número de quienes, con honda pesadumbre, admiten que la crítica –aun aquella penetrante y lúcida– nunca será capaz de desvelar el arcano prodigioso de la voz poética.

El escoliasta guarnecido con las felices prendas de una depurada sensibilidad, un gusto exquisito y certero y una opima cultura literaria, -por descontado, estoy aludiendo al exegeta esclarecido con el que sólo de higos a brevas solemos en los días que corren topar-, dicho comentarista, pues, acaso consiga, en la más halagüeña de las hipótesis, arrimar al lector a las estrategias lingüísticas de que se ha valido el aedo para, dejando atrás la aridez y chatura de pragmática estofa del discurso ordinario, levantar su palabra en las alas argénteas del canto hacia la deslumbradora región de la poesía; acaso la mente inquisitiva y alerta de semejante glosador dé cuenta precisa, exhaustiva, incontrovertible, de los artificios retóricos a los que el poeta acude una y otra vez, y registre con envidiable exactitud las imágenes, símbolos, locuciones y temas por los que el bardo muestra inequívoca predilección… Todo ello, sin embargo, si bien ha de ser juzgada empresa encomiable y oportuna dado que contribuye a una lectura más perspicua y circunspecta del poema, harto me temo que en nada propiciará el que descubramos por qué esos versos, por qué esas estrofas que el numen del creador acuñara refulgen como el oro cautivándonos, conmoviéndonos hasta los tuétanos con la evidencia demoledora de su belleza indescriptible.

A tenor de lo recién apostillado, no puedo menos que avenirme a considerar –y cierro aquí este preámbulo plagado de cautelas– que el calificado oficiante de la crítica, no importa cuánto se haya achicharrado las pestañas ensayando comprender de qué alquimia gloriosa es fruto el milagroso canto, ha de conformarse al fin y a la postre con señalar tan sólo dónde aflora la gracia, dónde la perfección con sus níveos primores convoca y maravilla, y no intentará jamás llevar adelante la ardua cuanto presuntuosa tarea de estrujar razones para explicar lo que no tiene explicación y de vanos esclarecimientos nos dispensa; me refiero a la belleza de la voz que, al igual que el cóndor solitario y magnífico, sobre las más altas cumbres señorea.

Quizás puedan parecer estos preliminares recaudos –cuyo viso taciturno a nadie se le ocultarᖠun manoseado expediente exculpatorio, un recurrir a la captatio benevolentiae con el nada inocente objetivo de moderar las exigencias de rigor intelectual y disminuir los justificados recelos de cuantos a cavilaciones del talante de las que ahora pergeño se avecinen. Pero aunque eso parezca, no es así. Lo que en verdad me ha movido a enhebrar a guisa de introducción algunas ideas en torno a la notoria insuficiencia de que la crítica de arte y literatura adolece, es el deseo –asumo que plausible– de colocar desde un principio las cosas en su justo lugar. Porque si a algo no quiero dar pábulo con estas someras apuntaciones es a expectativas infundadas. Y la experiencia, madre de la humana sabiduría, hasta la saciedad me ha hecho comprobar que en materia de entendimiento y estética valoración tiende el hombre del común a encomendarse a la inteligencia razonadora en medida harto extemporánea y horra de sensatez.

¿Qué puede entonces ofrecer el escoliasta al devoto de la poesía?, se preguntará, no sin fundamento, quien hasta los arrabales de esta divagación haya consentido acompañarme; si no es capaz la exégesis meticulosa de dar razón del portentoso fenómeno que hemos convenido en llamar poesía, ¿qué podría decir el autor de estas glosas de la obra de Franklin Mieses Burgos –bardo supremo entre los eminentes– que no haya logrado advertir por sí propio el sencillo lector y de ello tomado nota?

Para interrogantes de ese problemático jaez una sola respuesta tengo: ninguna crítica tiene la menor posibilidad de desentrañar el misterio de la poesía; pero sí puede, en cambio, por medio de la comparación y del ejercicio de amoroso escrutinio –en el que intervienen de manera equilibrada pensamiento y corazón– profundizar en el poema, calibrar su eficacia, situar al lector en una perspectiva privilegiada que le facilite su correcta aprehensión y cabal disfrute.

Mas éstas son palabras, teoría, especulación. A partir de ahora, me esforzaré por respaldar con la práctica cuanto acabo de sostener, y para ello no escatimaré ningún recurso. Echemos, pues, a rodar algunas conjeturas acerca de la magna creación poética de Franklin Mieses Burgos.

Sólo un temperamento refractario a la regocijante iridiscencia de la expresión hermosa osaría desmentir el aserto de que uno de los rasgos distintivos –acaso el de más nítido relieve– de la lengua poética del magistral aedo dominicano es su musicalidad. Copia de razones tenemos para pensar que la innegable virtud musical de su palabra dista de constituir mero elemento accesorio u ornamento sobreañadido. En Franklin Mieses Burgos la palabra corriente tanto como el vocablo erudito en canto de áurea majestad se transfiguran. Semejante poder de elevar a un plano de fascinante armonía sonora y cadencioso embeleso el lenguaje ordinario –cuya ostensible catadura instrumental a nadie pasará desapercibida– es, mal haríamos en desconocerlo, señal irrecusable de que el literato que desde la página del libro nos interpela poeta se nos declara, de los genuinos, y no escritor de segunda fila. La poesía canta, es ése su primario y singular atributo. Poema cuyas estrofas no nos deleiten con la señera cualidad del ritmo y la eufonía podrá tal vez no carecer del todo de atractivos exornos, pero adolecerá, como el ave a la que se le ha despojado de las alas, de aquello que imprime forma y sentido a su existir.

No es fortuita circunstancia –tengámoslo por cosa averiguada– que al poeta, desde fecha remota, se le haya adjudicado el nombre de cantor. Si de apariencias no me pago, la razón de que la gente del común haya reconocido un paralelismo entre la canción y el poema va más allá de la episódica ocurrencia de que determinados trovadores declamasen sus endechas al compás de la cítara o el laúd; lo que sucedió en realidad –de pareja sospecha no logro desprenderme– fue que el pueblo llano, con la intuitiva perspicuidad que en ocasiones le caracteriza, columbró en la elocución poética algo que le es connatural: la propensión irrefrenable a encarecer el sonido de las palabras, a poner de resalto mediante una serie de artificios prosódicos la proporcionada, equilibrada y ordenada andadura del verso. Semejante empeño por emancipar el lenguaje de la servidumbre de lo contingente y casual a la que se ve éste sometido cuando se contrae a cumplir una función de índole meramente intelectual y pragmática, para, trasmutando lo útil en estético, sujetar el afondo, esto es, la idea a una ley rigurosa de ritmo y armonía, semejante empeño, insisto, no podía Juan de la calle dejar de percibirlo como labor muy parecida a la que lleva a cabo el cantante, quien, de modo no demasiado diferente al del poeta, subordina el texto de la canción y la manera de decirlo a los requerimientos de tiempo, altura, melodía y compás de las notas registradas en la partitura.

Sea lo que fuere, de lo que antecede reputo lícito colegir algo que no se expone a controversia: el género de la poesía no consiente, sin desnaturalizarse y degenerar en lo prosaico, renunciar al desideratum de musicalidad a que por esencia responde; y tal musicalidad –sin ambages lo proclamo, certifico y abono– es descollante atributo de la voz lírica de Franklin Mieses Burgos. Basta abrir al azar cualquiera de sus poemarios para que la corriente rítmica de su palabra nos arrastre como al madero el río de tumultuosas aguas. Con el cometido de demostrar que ni me engaño ni exagero, hagamos la prueba… Tomo en mis manos la preciosa antología con la que Nelson Julio Minaya rindiera inigualado tributo de veneración al vate insigne, y de repente heme aquí leyendo la

CANCIÓN DE LA AMADA SIN PRESENCIA

Antes de que tu voz fuera color de trino / Y tus ojos dos sombras salobres como algas; / Cuando aún tu sonrisa no era un camino abierto / Para encender el alba, sino una melodía / En un país remoto de la tarde; / Entonces -¿lo recuerdas?-, / Todos éramos uno en la unidad de Dios, / Y mi aliento de vida era tu mismo aliento, / Porque tú eras yo.

Oh indescifrable enigma de la rosa y el viento / Yo me amaba en ti misma.

¿Qué alma renitente, haciendo alarde de contumaz torpeza, se atrevería a sostener que el fragmento poemático citado carece de virtudes musicales, cuando es patente para el que no esté sordo del oído ni de la sensibilidad obnubilado que en esos versos habita la sonreída y radiante diosa de la armonía? No procede discutir con un ciego acerca del color ni con el que padece fuerte resfrío del sabor de las viandas. Quien se muestre incapaz de reaccionar con arrobo ante las excelencias musicales del pasaje trascrito sólo tiene derecho a nuestra compasión. Compadezcámonos de él y sigamos adelante

Las observaciones de estricto sentido común traídas a colación en los párrafos anteriores, en orden a subrayar la envolvente e irresistible musicalidad del estro de Mieses Burgos, por modo directo y natural nos invitan a dirigir la mirada hacia una vertiente de la lírica del bardo dominicano que guarda estrecha relación con la notable propensión musical de su numen; a lo que pretendo referirme ahora –acaso el lector acucioso lo haya adivinado– es al hecho incontestable de que nuestro aedo mayor, a la hora de poetizar, lejos de rebelarse iracundo al modo de las vanguardias cuyas áridas estridencias enronquecieron el siglo veinte, al extremo de que todavía hoy no han terminado de apagarse sus ecos destemplados, lejos, decía, de obtemperar con tan estólida moda vanguardista y en contra de la marea de extravagancias imperante, canaliza nuestro autor su jugosa inspiración por los fértiles cauces de la centenaria tradición métrica de la poesía castellana. Sabe muy bien Mieses Burgos que para trillar caminos nuevos hay que empezar por recorrer los que centurias atrás fueran trillados. Sabe muy bien Mieses Burgos que el genio vigoroso no tiene por qué temer las influencias, que éstas cuando responden a la afinidad de los espíritus, a la fraternidad del sentimiento, en lugar de constituirse en insalvable valladar o en obstinado muro, se convierten en camino real por donde, a todo galope, los corceles de la creatividad se precipitan. Sabe, en fin, Mieses Burgos, y mejor que él nadie lo sabe, que sólo el ánimo desmayado, el temple anémico, el apocado pensamiento tienen la arrogancia de despreciar lo que ignoran, tienen la desfachatez de suponer que prescindiendo de los formidables modelos del pasado cabe realizar obra de la que la posteridad no se avergüence.

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