Al sonar la campana mayor de la iglesia, hoy Catedral de San Pedro, anunciando la una de la tarde, daba comienzo la clase de música que impartía, gratuitamente, el maestro Gabriel del Castillo.
Frente al parque Salvador, en casa de madera ya ausente, sentábanse en primera fila los alumnos más avanzados. Recuerdo a Yoyo Medina, Manuel de Jesús Mañaná, Bienvenido Rodríguez (Flautín). Riquin Bustamente, Vinicio y Fernando Almodóvar, los Castaing, los Solano, Paco Medina, Abejita Capobianco; ah, y no podía quedarse, Wesley Moore, músico y compositor de exquisita educación y buen juicio; Palenque que por allí se dejaba ver, junto a Manuel Charón, Rolando Pascual
Cuando el maestro salía de su habitación, la misma en que murió, en un perfecto y bien organizado desorden de papeles de música y más papeles, se hacía un absoluto y respetuoso silencio; aquel silencio solo era cortado cuando algún alumno en el patio y junto al tanque de agua, pintado de rojo, hacía embocadura, sol, mi sol, do y así .
Aquella academia del pasado, que mi flaca memoria estrangula, se llamaba Patria. El Maestro nos enseñaba antes que nada, el Himno Nacional y después algunos pasodobles de su inspiración: Hurra al Maestro Veloz, Estrellas Orientales, Águilas Cibaeñas y algún vals como el Pacualita.
El buen humor del Maestro relucía con frecuencia entre clases y así nos cantaba:
Si tu no me quiere a mi
Y yo no te quiero a ti
Porque vivo en Macorí
Lo que quiero elibertad.
Se decía, por lo bajo, que esas eran indirectas al gobierno.
¡Qué Maestro!
La amistad multiplica los goces y divide las penas.