JOSE M. RODRIGUEZ HERRERA
Lisboa, según la leyenda, fue fundada por Ulíses. El héroe griego de la Odisea bien podría haber elegido ese lugar, no lejos del extremo más occidental de Europa, para fundar un puerto. Pero, leyenda aparte, Lisboa es, hoy por hoy, una capital de nuestro tiempo, labrada por una historia plena de hazañas, una historia de grandes descubrimientos, de intrépidos navegantes embarcados en frágiles naves, las carabelas, que partían rumbo a lo desconocido.

Aquellos Ulises medievales se enfrentarían a peligros reales y el resultado de tales aventuras supuso para el Viejo Mundo el ineludible abandono de las tinieblas de la antigüedad para adentrarse plenamente en la era moderna, escribiendo así nuevas páginas de leyenda: baste citar Goa y Mocao para disipar cualquier duda.

La Lisboa actual es testigo de su pasado y los lisboetas se muestran orgullosos de su propia historia. Y su ciudad, a pesar de mirar al futuro, está inevitablemente impregnada de las huellas del pasado, su arquitectura, su topografía, la exuberancia de sus jardines tropicales, su cultura. Lisboa es una auténtica paradoja. Pocas capitales son tan mediterráneas estando tan lejos del Mediterráneo como ésta. Y no fue otro sino el puerto de Lisboa, el que confirmaría la irremediable decadencia económica y política del mediterráneo.

Lisboa es una ciudad para pasear. Pasear por las callejas del barrio de Alfama, disfrutar del traqueteo de los tranvías que las serpentean como vestigios de un museo y saborear en la terraza de un café un vasito de ginginha, el licor de cereza que tanto gusta a los lisboetas. Y allí, entre las mesas, se puede descubrir la efigie en bronce del poeta Fernando Pessoa. Otra de las muchas paradojas locales: el célebre escritor, cuyo apellido quiere decir «persona», permaneció oculto bajo múltiples seudónimos.

Así es Lisboa, cuna de descubridores que pide ser descubierta, desde sus miradores, en sus calles al pasear, en sus tascas, en su gente, en sus conversaciones.