Apuntes de bolsillo

Apuntes de bolsillo

JOSÉ M. RODRÍGUEZ HERRERA
Es preciso retrotraerse a los comienzos del siglo XIV, conocer las supersticiones que atemorizaron a los navegantes y saber el rudimentario estado de la náutica de entonces, y aún de un siglo después, para admirar debidamente el coraje de los mallorquines que en el primer ejercicio de aquella centuria se arriesgaron a llegar al mar tenebroso; expediciones de las que no queda noticia fidedigna, pero sí del fruto de sus descubrimientos, en los primeros portulanos mallorquines.

Tal, por ejemplo, el de Dulceti o Dulcert, fechado en Mallorca en 1339, que trazó la costa africana en mayor longitud -dicen algunos- que los portulanos italianos, los cuales llegan sólo hasta el cabo Bojador, considerado como límite meridional del mundo.

Se tenía por verdad indiscutible que al sur del cabo Bojador (caput finis Africoe), situado en la costa africana no lejos de las Canarias, se extendía el temible mar tenebroso en el cual la mezcla de las aguas hirvientes del trópico con las frías procedentes del polo, producían espesa niebla de vapores que, mezclada con las arenas del desierto acarreadas por los vientos, formaba una masa impenetrable. El finis mundi se había desplazado algo desde la antigüedad, pero no pasó hacia el SO de esta barrera que se suponía infranqueable. Ya no era un precipio la Ecumene de los griegos, pero significaba algo equivalente al terrorífico pulmón marino, que describe Estrabón en los confines boreales del mundo entonces accesible.

El pavor que inspiraba el cabo Bojador tenía un fundamento real. Parece ser, en efecto, que más allá del cabo se extiende una restinga de seis leguas de largo donde las aguas se quiebran, arremolinándose y formando un hervidero de olas furiosas. Aquella extensión inmensa de espumas blancas -dice De Sousa- hacía imaginar que el océano de allí en adelante se prolongaba siempre en un bullir continuo por el calor de la zona tórrida, tan ardiente y tan difícil que hacia imposible la vida en aquel lugar.

Los mareantes contemplaban pensativos el mar amenazador de espumas blancas, que llenaban la inmensidad con su rumor, después viraban de bordo y retrocedían.

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