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Estamos en una época de reformas, y estos tiempos hay, por necesidad que saberlos aprovechar, por eso estoy muy preocupado por el tinglado político del país, donde “sus mejores hombres” están ausentes del escenario político, es como si estuviéramos amenazados de una esterilización de la vida pública; existe una cierta deserción de “los mejores” de los proyectos políticos, como consecuencia de una crisis en las instituciones nacionales, la cual queda evidenciada en pequeños índices asociativos, tales como en los sindicatos, los gremios profesionales y de comerciantes y en la indiferencia de la juventud por la cosa pública y en la conducta indiferente de los congresistas que cuya acción languidece paulatinamente.
Todos estos fenómenos que son perceptibles sin mucho esfuerzo por la ciudadanía consciente se dan al mismo tiempo que existe un consenso en la moral de muchos dirigentes empresariales del sector privado, pero desgraciadamente existe una descalificación de un amplio grupo de lo público, a lo que se asocia una pérdida continua de una cultura que podemos llamar del bienestar y el éxito individual, que requiere un equilibrio y contrapeso de una moral cívica. Esto no es solo privativo de nuestro país, acontece en el exterior, pero debemos no olvidar que el mundo vive una nueva época de reformas y reconstrucción de las estructuras políticas, que la utopía del comunismo y el socialismo quebraron y un nuevo capitalismo emerge desafiante y competitivo, pero no se trata de sustituir un sistema por otro, sino mejorar el que tenemos.
¿Hasta dónde debemos orientar las reformas? Se necesitan reformas de cultura política y de moral social. Vivimos por mucho tiempo una cultura contradictoria, que sólo aspiraba el lucro propio aun cuando los actores se avergonzaban de la acción que era dirigida al camino de ese enriquecimiento y su gran provecho individual.
Si bien todavía se aboga por una cultura egoísta de éxitos personales, la sociedad civil percibe que tiene que existir elementos correctores. Desde luego requerimos de un poder regulador del mercado, que corrija las desigualdades y las grandes y profundas deficiencias del sistema. Ese tiene que ser el papel del nuevo Estado modernizado.
Pero, para que la sociedad acepte este Estado moderno, es necesario que el mismo sea legítimo.