Apuntes sobre el arte del escritor

<p>Apuntes sobre el arte del escritor</p>

POR LEÓN DAVID
Un prolongado contubernio con la literatura, no exento, por lo demás, de melancolía y estupores, me tienta a cortejar la presunción –acaso vana- de que la más incuestionable prueba de maestría de un escritor –poeta, ensayista, novelista o dramaturgo- es concitar la adhesión deslumbrada de los lectores sin acudir a otro expediente que el tratamiento estéticamente persuasivo de ideas nimias, de manoseados tópicos que en plumas de corto vuelo naufragarían por modo inexorable en los arrecifes del lugar común.

¿Qué más perentoria demostración de excelencia en lo que al oficio de la escritura atañe que revelarse capaz de enunciar con vitalidad y agudeza cosas que han sido mil veces repetidas y que, de puro trajinadas, no se nos figuran susceptibles de provocar en el ánimo mejor dispuesto curiosidad alguna?

Nada más fácil de entender que ingenios extravagantes, seducidos por la descortesía del sensacionalismo, consigan capturar, así sea de manera fugaz, la atención de una desprevenida concurrencia. Engendrar asombro y hasta escándalo merced al taxativo recurso de lo insólito no exige –creo- ni singular talento, ni laboriosa dedicación; apenas cierto desembarazo de viso iconoclasta, casi siempre reñido con los sanos modales del decoro. El alarido desapacible, la hinchada gesticulación nunca pasarán desapercibidos. Mas por poco que duren sus efectos, procurarán fastidio y nos incitarán a voltear apresuradamente el rostro hacia otros horizontes. Además, aunque los escritores proclives a semejantes artificios no suelen carecer del todo de chispa y humor, lejos están de alcanzar la elevada cota de tersura fresca y afable dignidad que es blasón de la obra cimera destinada a vencer los desaires del tiempo y las contumaces afrentas del olvido.

En contraste, -ya lo expuse al principiar esta cavilación-, he dado en estatuir que la felicidad de un escrito no es tributaria de la novedad del contenido o del apego a usos que privilegian por norma lo extraordinario, sino, antes bien, de ese «bel parlare» cuya milagrosa virtud consiste en alumbrar, a partir de nociones perfectamente convencionales, un discurso de cautivadora estampa al que no nos atreveríamos a profanar removiéndole un punto o una coma.

¿Qué prodigiosa alquimia, qué ciencia oculta es responsable de tan inverosímil trasmutación? ¿Cómo dar cuenta de esos fulgores ebrios, de esa fragancia arrebatadora, de esas soberbias irisaciones del espíritu a los que nos conmina el autor genial cuando, sin esfuerzo visible, retoma –transfiriéndoles la prestancia y vigor que nunca tuvieron- pensamientos que, si de algo no pueden presumir, es de constituir primicia recién salida a orearse.

A riesgo de lucir impertinente insistiré: si algo define al estilo –a cualquier estilo memorable- no es tanto el ademán personal que en el lenguaje acuña el escritor (criterio al que se arriman el vulgo y los diccionarios), sino, sobre todo, la suprema facultad de hacer que descubramos en lo de viejo sabido, lo nuevo que ignorábamos, en las añejas cuanto anodinas verdades, un sentido inédito cuyo imperioso halago ya no conseguiremos, por más que a ello nos dispongamos con desesperación y desenfreno, preterir.

El escritor de fuste no es el que amplifica la voz o retuerce la frase; tampoco el que entre tambores y trompetas habla como desfila un batallón… El escritor grande o, si se prefiere, aquel del que no querrán las generaciones venideras prescindir, es el que sirviéndose de las palabras comunes de la tribu, asido al puñado de empecinados temas a que la humana condición remite y que la tradición literaria por doquiera reitera infatigablemente, provisto de ideas a las que adjudicaríamos a veces, no sin razón, el despectivo rótulo de clisés, es capaz, no obstante, de conferir a su expresión un aire de cosa nunca antes vislumbrada que obliga a los lectores a exclamar: «¡Caramba!, esto yo lo sabía pero no había caído en cuenta de que era así…»

Lo extraño de un escrito notable –aquí daré remate a mi cavilación- es que nada de lo que afirma su autor nos es desconocido pero, vaya usted a saber por qué, todo lo que dice es motivo de maravilla y de perplejidad.

Puede enviar su comentario al autor de este escrito en la siguiente dirección electrónica: dmaybar&yahoo.com

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