Aquellos días de furias verdosas

Aquellos días de furias verdosas

Horacio

Hará como un año visité a Roldán, el vecino  de poco fuste que habita una esquina cercana. El señor de la buhardilla de los préstamos que él, y solo él, insiste en atribuirles intereses módicos, me recibió haciendo creer que tenía los nervios de punta.

No había venido a su lugar en busca de dinero; eso sería otro día y preferiblemente nunca. Pero en esos momentos  alojaba de forma provisional a una sobrina de faldas a medio muslos que me refrescaban la vista mientras disfrutaba sus brindis de humeantes  tazas de café.

Lo encontré dirigiendo   la mirada  severamente hacia su mascota, el bicho con plumas que, en ocasiones,  al ver llegar a Gerardo, el plomero inquilino del  sótano de un edificio ruinoso, repite sin cesar: «¡paga paga, debes, debes, gorrrr. Roldán te va matar!», ave amaestrada para proponerse picotear a los morosos  no más que con palabras  enredadas a falta  de una afilada punta bucal, dientes y colmillos.

COTORRA

El verdor con que se cubre era en ese momento el único problema de nueva data con el pájaro  perteneciente a la familia de los loros que  el prestamista sustrajo de su ambiente natural para aprisionarlo en una jaula de tablillas artesanales.

 Fuera de sus impertinentes peroratas de antes contra movimientos  europeos de igual color que se enemistaron  con    el conservadurismo («Malditos liberales que creen más en la flora que en tipos fuertes idos a destiempo como Franco y Mussolini»), Roldán no ha sido un fascista de tomo y lomo.

 Con cínica pretensión de arrancar sonrisas y entretener a sus contertulios con exageraciones, invoca  a  gobernantes demasiado  rudos  que utilizaron sus puños  y sus armas contra una  parte de la humanidad  con métodos que él hace creer que considera trasplantables  al presente, mientras  pasa por alto los ribetes criminales de sus falsos ídolos.

 Elogiar tiranos es en él una forma hiperbólica de oponerse a los cambios. No una posición de  trasfondo ideológico. Todo el tiempo  ha estado demasiado ocupado buscándole plusvalía al tintineo de sus préstamos informales y de poca monta como para dar importancia a las variadas formas de tiranizar a los pueblos.  

Ocurrió que de repente unas banderas  contestatarias  que tenían  mucho  que ver con la clorofila en su apariencia  llenaron la pantalla de su televisor, sobreviviente de la generación de aparatos que  no superaron el blanco y negro; y gracias a su intuición acertó con la coloración de las enseñas ayudado por las descripciones de cronistas.

 Las causas político-ecológicas  de avanzada que surgieron en el viejo continente y  en  la querida Murcia de sus orígenes, llegaron a infiltrarse  por esa única ventana electrónica  de que dispone todavía para ver hacia el resto del planeta;  pero esta vez  lo que presenciaba y escuchaba eran  consignas multitudinarias  y pancartas del matiz de la esperanza de origen local en forma de marchas predominantemente juveniles.

 «Así comienzan ellos: mete el dedo aquí que la cotorrita no está aquí», dijo receloso con su habitual mordacidad  contra todo lo que parezca ir contra el establishment,  temeroso de que  las novedades se lleven de encuentro a  las soluciones exprés que mercadea para  las necesidades monetarias de la gente común  a la que ha «servido» en los últimos 15 años.

Siempre parece estar diciendo  «Venga gente, venga pueblo». No quisiera que un día en que me aparezca, deseoso de ver las piernas de Sabrina, la sobrina, encuentre la jaula vacía  y un extraño guiso de papas con  carne montaraz servido en  la mesilla de  frágiles patas de su desvencijado estudio.

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