¡Aquí, esperando a Godot!

¡Aquí, esperando a Godot!

A finales de los años sesenta del siglo pasado, nos pasábamos de mano en mano la obra de teatro “Esperando a Godot”, de Samuel Beckett. Este texto dramático era un punto culminante de las tesis angustiosas del teatro del absurdo, que proliferaron en el mundo europeo luego de la quiebra de la razón que significó la segunda guerra mundial.

El atractivo del contenido de ese drama, para nosotros entrampados trágicamente en la historia en movimiento de los años sesenta, no es sino ahora que puede ser comprendido.

En el escenario, todo el acontecer de la obra se diluye en la desesperada situación de dos seres cuyas vidas transcurren en la vana y absurda espera de un personaje llamado Godot, que nunca aparece, pero que al cerrarse el telón ha sobredeterminado todos los actos. Godot es un referente vacío de significado, un significante que remite a otro significante, pero cada vez que es invocado en la obra, se abre una esperanza sublime que silenciosamente vuelve a sumirse en el absurdo.

¿En qué se parece a nosotros mismos, los de entonces y los de ahora, esa obra de Beckett?  ¿Por qué nos encandilaba esa espera absurda, en unos años que parecíamos haber asaltado el protagonismo de la historia? ¿Qué pasta dura comenzaba a cuajarse en el alma de la pequeña burguesía dominicana, como una callosidad de la decepción de la historia, que nuestra aventura espiritual reivindicaba el absurdo?

Digo que es ahora cuando podemos explicarnos con claridad el influjo de ese libro sobre nosotros, porque hemos alcanzado el derecho a pasarle inventario a la vida, y uno puede mirar hacia atrás pensando que, como en la obra, también nosotros estábamos Esperando a Godot. Y es el caso que Godot nunca llegó.

¿Es que hemos dejado de esperarlo?

Por aquellos años, y en ciertos círculos, respondíamos al saludo ¿cómo estás? con la frase ¡Aquí, esperando a Godot! Y parecía que la expresión encontraba algún sentido profundo, alguna clave proveniente de las huecas tinieblas de nuestro acontecer, que nos reconciliaba con la vida, con la esperanza. Como si en el hondón del alma presintiéramos que nuestros sueños de igualdad y justicia serían despedazados, y que nuestro destino sería toda la vida esperar a Godot. Ese Godot del absurdo que era imagen ideal de la ausencia de corrupción, marco honorable de un proyecto social que incluía a todos, apertura celeste hacia un modo de vida que se convertiría en un sueño trágico, en una  amarga emboscada del maldito tiempo circular que taladra nuestra historia.

Lo que yo no puedo explicarme es el por qué, en estos días que transcurren, cuando alguien me arroja un saludo, digo, muy hacia dentro de mí, ¡Aquí, esperando a Godot!

Y me zambullo en un paisaje con un rabo de nube- como dice el cantor- , y siento el sordo tropel de mi corazón en la sombra de una decepción que no puedo, o no sé nombrar. En la guerra de abril de 1965, nos quedamos esperando a Godot.  Después de los fatídicos regímenes de Balaguer, creíamos que los gobiernos del PRD  eran la llegada estruendosa de la justicia social, el cese de la corrupción y la plena libertad del espíritu. Pero Godot tampoco llegó y nos frustramos. Cuando el PLD subió al poder por primera vez, había una esperanza difusa de que ejerciera la práctica política de manera diferente. Y se creyó que el mundo deslumbrante de la riqueza material no los atraería. Pero aquel discurso ético se convirtió en su contrario, y Godot no sólo no  llegó, sino que se extendió en una larga miseria moral que suena como un piano en la noche.

El día 14 de agosto pasado el diario “El País”, de España, trajo un artículo del escritor Juan José Millás titulado “Un cañón en el culo”, cruda radiografía de la inexorabilidad del capital financiero en el mundo de  hoy. Y yo pensé que así mismo estamos nosotros, los dominicanos que nos hemos pasado toda la vida esperando a Godot, y que estamos a punto de descubrir que tendremos que seguir esperándolo.   

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