Arlene Pérez

Arlene Pérez

Un difuso temor sobrecoge a las gentes. Los llamados a preservar la tranquilidad por la ley sospechan de buena parte de aquellos de donde debe provenir su seguridad y resguardo. Cuantos reciben encargo social de mantener el sosiego colectivo, recelan de muchos de los situados bajo su mano protectora. Constreñidos a la linde por la centrífuga social, abrazamos la disgregación al amparo de las perturbadas emociones.

El país recorre senderos de disolución. Ausentes se encuentran los símbolos de sabiduría y prudencia que guíen los pasos populares. Faltan en los torreones quiénes enarbolen con majestad los estandartes de la Patria.

Sueltos están los nexos que fraguan las aspiraciones de solidaridad y la inclinación a la fraternidad. Por doquier, en cambio, crece la cizaña, y entre los frutales se esparcen los broques.

Y cuando ello ocurre, es fácil que sobrevengan situaciones como ésa en la que se asesinó a Arlene Pérez Simar. Porque, ¿qué cantidad de justicia nos separa entonces de la barbarie, y qué proporción de respeto mutuo nos encadena con firmeza a la civilidad? Muy poco de ambos, porque justicia y respeto, respeto y justicia, los incineramos en el ara de nuestras insensateces.

Jamás serán suficientes las explicaciones que ofrezca la Policía Nacional sobre este crimen horrendo.

En una calle sin salida, ¿a dónde podía marchar una pareja sobre la que cuatro hombres armados hubiesen podido establecer una efectiva restricción de movimientos? Más propios de la situación prevaleciente, sin embargo, fueron los mortales disparos. En consecuencia, ese temor difuso cegó a aquellos cuya misión era la de ofrecer cuidado y seguridad a los jóvenes sobre los que marcharon con sevicia.

Quiso Dios, como ha dicho Silvio Herasme Peña, que no se consumase del todo aquella muestra de barbarie. A los disparos primeros contra Arlene, siguió el intento contra Juan José Herasme Alfonso, su hijo. Pero el arma que lo apuntaba se retrancó. Y sin duda que el escándalo y el difuso temor que espantó allí mismo a la muerte llevada por los agentes de la ley pudo salvar la vida del joven tan aviesamente sorprendido.

Una y otra hora, uno y otro día desde que las noticias se difundieron, he meditado sobre el horrendo suceso. Me he puesto a buscar tantas excusas como puedan hallar los agentes homicidas. Pero ninguna de cuantas esgrimí para mi coleto, satisfizo una imaginación ardorosa, capaz de pensar en una nación ordenada y justa. Y es que sin importar los argumentos que puedan exponer los patrulleros, nadie creerá que cuatro hombres armados y entrenados para ripostar agresiones violentas, necesitasen disparar por la espalda sobre una pareja que se hallaba desarmada.

Sólo ese miedo tenebroso que poco a poco se apodera de todos nosotros y que escuece a muchos hasta los huesos, puede explicar un crimen sin sentido.

Pero si este fuere el más plausible de los argumentos a exponer por los agentes homicidas, la Policía tendría que iniciar un rápido proceso de revisión del papel que juegan sus integrantes. Porque al analizar este suceso, la Policía como institución tendría que cuestionar su misión como institución llamada a resguardar el orden y la seguridad sociales.

Y buena parte de todos nosotros tendríamos que reflexionar sobre la ausencia de modelos y paradigmas indispensables para forjar una sociedad civilizada.

Ralph Waldo Emerson nos dijo hace más de un siglo en sus Hombres Simbólicos lo que la Iglesia viene pregonando desde sus orígenes. Necesarios son a las gentes esos ejemplos de vida, de conductas sabias y prudentes, de quienes nos precedieron o de quienes nos guían. Y hacia los vacíos que se sufren debe conducirnos la memoria de esa joven tan inmisericordemente sacrificada.

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