Armas largas y prisiones de amor

Armas largas y prisiones de amor

POR  FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Lidia se levantó del asiento, salió al pasillo del autobús, se alisó los bordes de la blusa, estiró los pantalones metiendo las manos en los bolsillos y volvió a sentarse en su puesto. – Échame el brazo, Ladislao; esta carretera da sueño y calambres. El húngaro sonrió mientras empujaba a Lidia contra sus costillas. Se sintió bien. El contacto físico con ella le pareció reconfortante. – Oye, Ladislao, ¿el yugoeslavo que tu mencionas tenía familia? ¿Qué hacia él cuando no estaba preso? – Cuando estaba suelto, revolucionaba; si estaba en prisión, escribía. Era un hombre de otra época. Creía que la cárcel representaba la honra, la dignidad, el prestigio; sus ideas sociales le daban fuerzas para resistir las torturas y el aislamiento. Ser un prisionero político es algo así como pasar por el purgatorio. La persecución y el martirio formaban parte de la vida de los primeros santos del cristianismo. Muchos militantes políticos de Europa del Este vivían a la manera religiosa su durísima actividad mundana. Las tareas del agitador tenían para ellos un sentido misional. El gran objetivo remoto: la redención de las masas.

– Me gusta oírte hablar de estas cosas. Ahora que no tenemos tantos pasajeros alrededor podremos hablar con tranquilidad. Además, yo veo que cada día que pasa me tienes más confianza. Antes no me contabas nada de estos problemas políticos de los escritores de allá. Siempre creí que tu pensabas que yo no era capaz de entender tus explicaciones. En vez de hablarme a mí preferías escribir cartas a Hungría, preparar papeles para la Unidad. Soy una mujer inculta; eso es verdad; pero no soy bruta. Aprendo rápido, en un dos por tres. A veces me entristecía viendo que para un húngaro solitario yo servía para todo lo que sirve una mujer; menos para hablar de lo que él tenía en la cabeza. Siento celos de las mujeres blancas y educadas que viven en tu país, que comprenden bien los papelones de la Unidad y los libros de la Segunda Guerra Mundial. Pero cuando me hablas como hoy me doy cuenta de que podrías quererme tal como soy: mulata, bailadora, ignorante y cubana.

– Perdóname que te hable así; algunas veces tengo ganas de decirte ciertas cosas y no me atrevo. Me da miedo meter la pata, asustarte, contradecirte, decepcionarte por mi falta de conocimientos. Estoy contenta de haberte encontrado: en tu compañía me siento feliz, aunque tu no entiendas todavía a los cubanos. Hay momentos en que pareces un predicador evangélico bobo de los que había en La Habana antes de la revolución. Sin embargo, yo, Lidia Portuondo, mujer completa, sin pliegues ni esquinas, te quiero de verdad.

Ladislao apretó a Lidia, le sacudió los brazos y los hombros como quien tranquiliza a una niña para que no vaya a llorar. -Lidia, en Hungría todas las mujeres son blancas; en la china todas las mujeres son amarillas. Los húngaros tienen tratos con gente blanca, como dicen ustedes; y los chinos se enamoran de las chinas. ¿Qué otra cosa puede ocurrir? He notado que a ti te mortifica la historia de la señora francesa que estuvo en Bayamo y en Santiago de Cuba.

– ¡Ay no, que va, esa es una mujer muerta hace mucho! Lo que pasa es que te has obsesionado con los documentos que tiene el licenciado Ruiz Medallón. Me dices que la francesa esa sufrió mucho por causas políticas. A mi se me ha metido entre ceja y ceja que ella también disfrutaba de la vida y que recogió su cosecha de alegrías. Me dirás que son cosas de mujeres antillanas, que siempre tienen “un pálpito”. Apuesto a que el documento del notario te ayudará a encontrar la huella de sus alegrías. Ninguna mujer hace sellar una biografía para dar cuenta de sus dolores y fracasos. ¡Si fuera hombre, tal vez; pero mujer no!

– Lidia, en la carretera y en las paradas veo muchos niños negros y mujeres mulatas. La población de aquí no es como en La Habana. -Cuando llegues a Santiago verás que allí hay menos gente blanca; en la punta de la isla la cosa es diferente. Otra cosa, Ladislao; ya no existen hombres como ese yugoeslavo que mandaron a la cárcel por política. Los dirigentes del partido son ahora ladinos y comodones. ¡Contéstame! ¿Ese señor tenía mujer e hijos? -Si, la mujer se llamaba Stefica; procrearon un hijo, Aleksa. Los amaba por sobre todas las cosas. – No lo creo, Ladislao; es claro que apreciaba más la lucha política y los escritos sociales. ¿Stefica era feliz? – No puedo saber eso, Lidia. -¿Cómo vivió y creció Aleksa sin su padre? He oído hablar en la calle de unas armas largas con mira telescópica que el gobierno ha comprado a los rusos. Son de gran potencia y de largo alcance. Las balas, según dicen, dan en el blanco a dos kilómetros de distancia. Antes de que se oiga el ruido del disparo ya la bala ha matado a la persona marcada en la cruz. Con esas armas vigilan los guardias en las lomas. Es natural que nadie quiera ser víctima, ni exponerse a ir a una prisión. Camino de Camagüey, Cuba, 1993.

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