Armonía entre lo mejor y lo peor

Armonía entre lo mejor y lo peor

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Ladislao subió al avión y ocupó su asiento junto a la ventana; vio el pavimento de la pista deslizarse bajo el fuselaje del aparato. – ¡Dios mío, que compleja es la actividad policial! ¡Cuánta razón tienen los bayameses al decir que «la política es asunto de muchos flecos».

¿Será posible que los servicios de inteligencia se dediquen a la compra y venta de escándalos? Como San Agustín, estoy hablando solo; mi padre recitaba de memoria unos párrafos de los «Soliloquios» de este hombre, «hijo de padre pagano y madre cristiana». Los recitaba para mi madre, asumiendo el papel de un pagano complaciente con una cristiana ingenua: «Dios, que no haces el mal y que permites que exista para evitar un mal mayor». «Dios, que no permites el desorden, porque estableces una armonía entre lo mejor y lo peor». Acto seguido, mi padre mencionaba el nombre de algún político, húngaro o español, cuya conducta malvada fuese bien conocida. – Dios no hace el mal; pero permite que exista, y no permite el desorden total porque establece un equilibrio entre lo mejor y lo peor, concluía. ¿Cuál debería ser la actitud de los húngaros ante tantos bandidos que hacen el mal y fomentan el desorden?

Ladislao sintió la presencia lejana de su padre y de su madre; cerró los ojos e imaginó que era un jovencito que jugaba en un parque de Budapest; sus padres lo observaban, sentados bajo un árbol, en un banco de granito. – ¿Qué voy a hacer? ¿Dónde me alojaré? ¿En qué podría trabajar en Santo Domingo? – Tal vez sea cierto eso de que Dios «nos avisa para estar vigilantes»; que por Dios «no desfallecemos ante la adversidad». Las personas que amamos nos fuerzan a actuar y a resistir. Por verlas y protegerlas realizamos tareas que al acometerlas nos parecen imposibles de cumplir. ¿Qué consecuencias tendrá para Lidia mi salida de Santiago? ¿Habrá recibido Panonia mi última carta? ¿El amor a los tuyos no será parte del amor de Dios? La única «concesión» de mi padre a San Agustín era el asunto de la subordinación de lo inferior: «Dios, por quien lo inferior que hay en nosotros queda supeditado a lo superior». San Agustín mencionaba «la rotación de los cielos», el «inestable movimiento de la cosas cambiantes» […] «por los frenos de los siglos que las circundan, da al cambio constante una semejanza de real estabilidad». Decía que «la perfección del curso solar» era asombrosa; que «mediante esas mismas leyes» Dios lograba que fuera «libre el alma humana».

– Libres están Miklós y Panonia, que huyeron de Hungría; libres son Lidia y Azuceno, pues viviendo en un régimen totalitario se atreven a ayudar a un húngaro extraño, que no es de su familia y cuyo trabajo no comprenden enteramente. Los bayameses, y el notario Menocal, son ahora más libres que los policías que les harán requisas de documentos e interrogatorios. De no haber sido por las burlas de mi padre, jamás habría estudiado a San Agustín con tanto empeño en mis años de estudiante. La verdad se alcanza plenamente a través de las «experiencias personales». Todos necesitamos practicar la «libertad de la voluntad». Es incuestionable que San Agustín «pone el amor por encima de la teoría, la fe por encima del saber, la esperanza por encima de la seguridad, la misericordia por encima de la justicia». Además, estaba convencido de que «la mentira es una disminución del ser», un empequeñecimiento de la realidad.

– Dentro de veinte minutos descenderemos en el aeropuerto de Miami; por favor, ajusten sus cinturones de seguridad. La azafata circulaba por el pasillo repitiendo la misma letanía. Al oír esto Ladislao salió del ensimismamiento. Entró los pies en los zapatos; tocó el pasaporte que tenía metido en el bolsillo de la gruesa camisa de miliciano. – ¿Cómo llegó a saber Lidia lo que había ocurrido en la Unidad? ¿Quién le avisó a ella que yo estaba en peligro? El periodista dominicano es también un hombre libre, a pesar de que en ese país han gobernado dictadores terribles. Viajó a Cuba para dar cumplimiento a una solicitud de una persona poco menos que desconocida. Puso «la esperanza por encima de la seguridad».

El húngaro salió del avión y recorrió con los demás pasajeros el camino trillado hasta las autoridades de migración. – Veo que no es la primera vez que entra a los Estados Unidos. – Así es, estuve en Nueva York hace trece meses. – ¿Dónde residirá? – En el hotel de este aeropuerto. Pasado mañana continuaré viaje. Tras recoger su pasaporte Ladislao continuó bajando hasta la correa transportadora del equipaje y los puestos de inspectores de aduanas. Únicamente portaba una valija. No esperaba ninguna otra maleta. – Sólo ropa y documentos de trabajo, explicó al inspector. – Puede seguir. Ladislao subió por el ascensor a los despachos de las líneas aéreas. Todo tenía señales, flechas, letreros. – Señor, busco el «lobby» del hotel del aeropuerto. – Está en el siguiente bloque del corredor. – Gracias, muchas gracias. – ¿Lleva más equipaje? – No señor, solamente mi valija de mano. – Ahí tiene su pasaporte y el comprobante de pago. El número de la habitación es 4 2 6. El húngaro dio media vuelta y entró a una cafetería contigua al hotel. – Quiero un sandwich de jamón y queso, café con leche; también ese dulce de ciruela. Tomó su bandeja, la llevó a la mesa y consumió el refrigerio lentamente, con los ojos clavados en el piso. Miami, Florida, U.S.A., 1993.

henriquezcaolo@hotmail.com

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