Por: Nelson Marrero Diaz
Para algunos, la novedad de la inteligencia artificial (IA) fue un disparo a la creatividad. Un “¡Arriba las manos!” del sistema para forzarnos a diseñar, crear y construir con una inteligencia, al menos, prestada de lo humano.
Es un temor comprensible. Antes teníamos la paciencia de rebobinar una cinta Betacam, como las de VHS. Para atrás, para adelante, pausa, play: ¡escena encontrada! Hoy la historia es distinta, marcada por la inmediatez de un video de 15 segundos. Esa transición nos enseñó que la comunicación cambia de formato y narrativa. Lo vi de cerca: arrastró a agencias de noticias que, entendiendo que ya no bastaba informar, diversificaron su oferta hacia contenido de marca y servicios digitales.
Cuando tuve en mis manos la primera cámara digital —compacta y asequible—, supe que se avecinaba la democratización de las herramientas. Con ella llegó una proliferación de contenidos para suplir la demanda de las redes, pero la carrera por la inmediatez redujo la creatividad y sacrificó la calidad.
Muchos espacios se volvieron factorías donde el volumen importaba más que la originalidad.
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En medio de esa transformación apareció un actor silencioso: el algoritmo. Ya no solo basta con producir, hay que pensar en el público y en la máquina que decide qué se ve. Un gran contenido puede volverse invisible si no cumple sus fórmulas. Es un reto que asumo y que nos obliga a reinventarnos sin pausa.
Y cuando apenas entendíamos esa lógica, irrumpió la IA. Hoy vemos a ChatGPT redactar en segundos. El temor a ser reemplazados es comprensible, pero equivocado. La IA no viene a sustituir la creatividad, sino a potenciarla. Nos libera del trabajo mecánico para darnos más tiempo en crear, imaginar y conectar.