Arroyicidio del Manzano

Arroyicidio del Manzano

PEDRO GIL ITURBIDES
Conocí el arroyo Manzano poco después de la desaparición del régimen de Rafael L. Trujillo. Inicié por aquellos días una exhaustiva exploración del territorio, guiado tanto por la curiosidad como por el instinto. A diferencia de lo que contemplan quienes residen en sectores de nombres tan pomposos como Altos de Arroyo Hondo II, Cuesta Hermosa I y II o Laderas de Arroyo Hondo, el curso de agua que admiraron mis ojos era de una línea cristalina, rebosante de vida. Por estos días iniciamos el proceso de su arroyicidio.

Escribo porque quisiera salvarlo.

No es un curso de agua importante. Afluente de otro arroyo, al que la historia llama Hondo y que tiene ramales con el mismo nombre, confluye sobre el río Isabela. Este, por cierto, presenta por estos tiempos las mortecinas aguas de una fuente fluvial con historia, pues en sus riberas intercambiaron presos Juan Sánchez Ramírez y los franceses. En esos tiempos, este río en el que flotan las lilas que revelan su decadencia era navegable para embarcaciones de variado calado.

Manzano nace cerca del río en que se derraman sus aguas. Su cachón ha quedado al descubierto, a expensas de urbanizadores y otros constructores que aman una modernidad que se cubre de fasto a expensas de la naturaleza.

Los cerros que le daban vida comenzaron a truncarse cuando se abrieron las vías que llevan los nombres de Ercilia Pepín y Jacobo Majluta. La primera de éstas era la antigua carretera que desde el Camino Chiquito cruzaba montes de prístina belleza para llegar a poblados rurales como Perantuén, Honduras o La Isabela.

Serpenteaba esa vía, tal cual lo hace ahora, para salir por dos lugares a la antigua carretera Duarte por el oeste, y a Villa Mella por el este. Pero estaba destinada, principalmente, a una de las obras de toma del acueducto de Santo Domingo a la altura del poblado de La Isabela, en las aguas fluviales de su nombre. Pero ahora ya la vía no cruza bosques vírgenes, sino que interconecta las que son zonas suburbanas de Santo Domingo, con nombres diversos, algunos de ellos de clara prosapia extranjera.

Fue entonces que comenzó a morir el arroyo Manzano. Sirvió como depósito de inmundicias de cuanto ser humano levantaba vivienda en las laderas norte y sur de los otros que le servían de amparo a su nacimiento. El abandono de la avenida Jacobo Majluta, cuya historia merece capítulo aparte, permitió que se fuera secando el manantial de donde proviene. Hace aproximadamente un mes, cuando se dio reinicio a la reconstrucción de esta vía por enésima vez, las rastras lanzaron hacia su nacimiento los escombros que la incuria había depositado por años a un lado de la cañada.

Cuando se inició la gestión de Roberto Salcedo en el Ayuntamiento del Distrito Nacional se limpió su curso de todos los desperdicios que mataron su fauna y disminuyeron su caudal. Pero este curso claro y verdoso se mantuvo por el tiempo que dura una cucaracha en un gallinero. Hace medio año comenzaron a lanzarle, a la altura de la calle Doctor Alfonso Moreno Martínez, continuación este/sur de la Ercilia Pepín, vasos, platos y botellas plásticas. El sábado, alguien dio fuego a un tramo de esta carga de contaminantes materiales.

Me fijé que el inusual acontecimiento no era fortuito. Quienes se desplazan por la Ercilia Pepín podían contemplar los restos de los antiguos bosques, reducidos por las viviendas que a un lado y otro fueron levantándose con los años. Pero desde un mes atrás también puede mirarse que esas laderas fueron taladas y, en un tramo, eliminada la capa vegetal.

En ese instante me dije: ¡están matando el arroyo Manzano! ¡Qué pena!

Porque lo estamos matando con las mismas urgencias y explicaciones urbanísticas que tenemos para aniquilar otras expresiones de una naturaleza que más temprano que tarde podría pasarnos factura.

Publicaciones Relacionadas