Arte y consumo

Arte y consumo

POR LEON DAVID
Puesto a sopesar, he de admitir –abrumadoras son las evidencias– que cuantos sostienen que vivimos en una sociedad de consumo, lejos de andar descaminados, clavan el dardo en el mismo centro de la diana.

De todas suertes, aun cuando con ello alimente la presunción de estar hilando con hebra demasiado delgada, insistiré en que la manida expresión “sociedad de consumo” –que de puro encontradiza ha terminado por convertirse en mera communis opinio trivial y trasnochada- debe ser escudriñada, siempre que no me pague de apariencias, con cierta cautela y prolijidad.

Me asalta, en efecto, la sospecha de que por hallarnos feliz y despreocupadamente inmersos en la excitante faena de consumir, hemos dejado escapar (se cumple aquí a cabalidad el proverbio de que los árboles no dejan ver el bosque) uno de los significados esenciales, acaso el primordial del vocablo “consumo”.

Basta tomar la precaución de abrir el diccionario en la entrada “consumir” para comprobar que el sentido principal de esa palabra con que el lexicón se propone ilustrarnos no es otro sino “destruir”, “extinguir”. El consumo –actividad a la que con frenesí se nos incita y que tan privilegiado sitial ocupa en orden a los intereses que mueven nuestra existencia-, el consumo, reitero, señala a la postre el proceso mediante el cual acabamos con algo, gastamos, mermamos, aniquilamos una cosa cualquiera. Parejo viso destructor, obvio por demás, de la noción que la voz consumo nombra tengo copia de razones para pensar que ha sido hábilmente escamoteado en los tiempos que corren; al punto que si algo no me luce controvertible es que para el hombre del común la idea de consumo suele vincularse estrechamente con el festivo sentimiento de disfrute que siempre acompaña la satisfacción de una necesidad o el cumplimiento de un deseo, pero nunca o casi nunca viene a las mientes del mentado hombre de la calle asociar la noción de marras con el hecho irrecusable y de fácil verificación de que el gozo que del consumo obtiene va a la par con el irreparable menoscabo y ruina del objeto que tan codiciado deleite proporciona.

Dificulto que ose nadie desmentirme por barruntar que, entre los no escasos móviles a que cabría arrimarse para explicar por qué la gente tiende a advertir en el consumo lo que de gratificante tiene y a ignorar lo que en dicha actividad se relaciona con la extinción del objeto consumido, uno que a la vista salta es que en un mundo que cada vez se parece más a un mercado planetario, gigantesco mostrador donde todo se compra y se vende, el comerciante, ansioso por conseguir ganancias y obligado a participar en la severa competencia de los precios, si a algo se ve constreñido es a mostrar la mejor cara de sus productos, aquella –real o imaginaria- que promete una sonriente felicidad para el que los adquiera.

Admirables juzgo en verdad los esfuerzos del publicista y el derroche de ingenio de sus creativos para demostrar y persuadir al ciudadano de a pie que tal bebida, jabón, cigarrillo o vehículo son poco menos que la escalera que conduce al Paraíso, artículos cuya posesión asegura la dicha y cuya carencia es causa más que justificada para que nos arrojemos al piélago de la desventura y la desesperación.

Empero, mal le pese a los brillantes creativos de las agencias de publicidad, expertos en fabricar ilusiones y en sembrar dulces expectativas, la apelación al consumo será siempre y en todos los casos un llamamiento al exterminio… No se puede ser consumidor sin consumir, y no se puede consumir sin ultimar aquello que se consume. No por habitual deja de parecerme extraña la fiebre de consumo que por doquier observo, especie de apetito que siempre termina destruyendo lo que desea, morboso amor de viuda negra que asesina la criatura de la que extrae placer.

En tiempos como los que vivimos, cuando da la impresión de que la mentalidad del tendero, del mercachifle se ha impuesto en todos los países y culturas, a nadie cogerá de nuevas que la noción de consumo haya sido entronizada en tanto que categoría vertebral de la existencia.

Para que la sociedad contemporánea progrese debe haber muchas personas que consuman en abundancia; cuantas más, mejor. De prestar oídos a los economistas –en ocasiones es como dar crédito a los alquimistas y a los magos- uno de los indicadores –creo que ese es el tecnicismo que utilizan- del desarrollo de una sociedad es la capacidad de consumo de la población.

Y como para que el consumo prospere es recomendable que las mercancías no sean de larga duración, surge y se afianza la planificación de la obsolescencia de los objetos destinados al consumidor. La sociedad de consumo se convierte así en sociedad del despilfarro programado. En medio de ese pandemonium comercial de dispendio y dilapidación el consumo –que es una necesidad de todo ser viviente- termina transformándose en vicio, en manía, en adicción.

No es de este lugar proceder a un exhaustivo examen de los arraigados hábitos consumistas que la población con algún poder adquisitivo muestra en cualquier rincón a donde se nos antoje fijar la mirada. Basten las apuntaciones que anteceden para no albergar incertidumbre en torno al hecho de que hoy por hoy las fuerzas de la economía y del mercado han convertido las ideas de “consumo” y de “consumidor” en indispensables paradigmas de interpretación cuya influencia parece querer colonizar todos los ámbitos de la existencia humana. Y no hace falta hallarse abastecido de erudición profunda para entender que las pretensiones hegemónicas que hemos creído advertir en la noción de consumo, amén de alarmantes, lucen por entero insostenibles.

Si de la evidencias curo, hay esferas, y no las menos significativas, de nuestra vida donde el concepto de consumo no será jamás bienvenido, donde resulta del todo impertinente. En lo que toca a experiencias espirituales superiores, como las del arte y la literatura, consumir no es noción tolerable. “Las Meninas” de Velásquez, la Octava Sinfonía de Schubert, mejor conocida como “Inconclusa”, o las “Coplas” a la muerte de su padre, de Jorge Manrique (quedémonos por mor a la concisión en estos tres represntativos ejemplos) no son objetos que consientan ser consumidos por nadie. Porque la obra de arte, lejos de menguar o de extinguirse a mediada que se la contempla, se impone siempre fresca y lozana a la conciencia estética cual si la bañaran las aguas de una fuente de eterna juventud.

Concluyamos: Un cigarrillo se fuma, y al fumarse se consume; se transforma en humo y cenizas, es decir, en nada… Un libro –pongamos por caso el Romancero gitano de García Lorca- se lee. Terminada la lectura el libro sigue ahí, esperando que retornemos a él para encontrar en el embrujo de los versos que sus páginas atesoran los mil y un deslumbradores enigmas que aún nos falta descubrir. El que fuma cigarrillos es, a no dudarlo, un consumidor porque gasta y destruye aquello que le proporciona complacencia. El amante del poemario de Lorca es un lector, sólo admite ese nombre. El placer que le procura leer los referidos versos ni estropea, ni quebranta ni aniquila la magna creación lorquiana.

El arte noble y grande estará siempre vivo, floreciente. No se deja consumir cuando lo disfrutamos, cuando acudimos a él para colmar nuestro deseo de elevación espiritual y de belleza. Dentro de quinientos años –hago la apuesta- la Novena Sinfonía de Beethoven seguirá cautivando los oídos de los aficionados a la música clásica aun cuando estos futuros escuchas aprecien en dicha composición hechos sonoros que hoy ni siquiera somos capaces de imaginar.

El arte, la literatura no son objetos de consumo. A pesar de que libros, discos y cuadros se compran y se venden, su uso y finalidad no son similares a los de los artículos de consumo. De ahí que se me antoje ridícula aberración sostener que estamos consumiendo a Cervantes o a Monet o a Palestrina. Nadie puede consumir lo que por esencia está destinado a perdurar. Olvidar pareja menudencia lleva a poner en el mismo plano un detergente y el Fausto de Goethe, conducta que esta tardomodernidad furiosamente superficial y ferozmente antijerárquica alienta, pero que yo, mente para bien o para mal chapada a la antigua, no tengo la menor intención de suscribir.

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