POR LEON DAVID
Al decir de algunos bellacos que insisten en vendernos su estulticia a precio de sensato criterio-, no es útil la belleza. ¿Cómo podría serlo? ¿Acaso brilla el sol para el ojo del ciego? Quien mida la utilidad no con el rasero del espíritu humano sino con la sospechosa balanza del tendero podrá pasar mil veces frente a la creación portentosa del pensamiento o frente al vástago genial de la imaginación, mil veces husmeará que, al no percibir el tufillo del oro, arrugará el ceño y seguirá de largo su camino.
El cerdo aunque calce botines de charol, vista frac y sombrero de copa y en fragancias parisinas se bañe, pisoteará las margaritas risueñas del jardín en su afán de alcanzar el balde lleno de repugnantes desperdicios.
Quienes toleran que sus predilecciones las decida el estómago no son, digan lo que digan, individuos realistas, sino criaturas viscerales; los que bailan cual simios amaestrados al tintineo metálico de la moneda tampoco son ténganlo por seguro- personas prácticas, sino esclavos de la codicia que sacrifican en el altar de una vida muelle y hastiada de placeres hedonistas la entereza de ánimo y el ideal.
Útil es la belleza porque es útil todo lo que contribuye a ennoblecer y a dignificar la existencia del hombre. Mas este aserto que de puro evidente debería ahorrar cualquier explicación, debido al hecho infausto de que hasta el día de hoy ninguna sociedad ni cultura han sido capaces de brindar al grueso de los individuos que de ellas se benefician una existencia regida por los felices cánones de la expresividad, la armonía y la proporción, en vez de encontrar adeptos entusiastas, concita furiosos detractores.
Subsistir suele ser para el común de la gente ingrata y desconsoladora tarea. Y en medio del anodino apocamiento en el que suelen culminar los agobios de la subsistencia nada de raro tiene que nuestra facultad para estimar la forma sugerente, el matiz delicado, la voz inédita, la nostálgica nota se atrofie hasta el extremo de que, achatada la conciencia como lámina de zinc, nos veamos constreñidos a reducir el infinito horizonte de la vida en angosto dominio de una mera realización de funciones biológicas elementales.
Por más que giman con estremecedora elocuencia musical los persuasivos violines de la orquesta, el rústico viandante que los oye al pasar por la calle ni se dará por enterado.
Así, cuando ha triunfado es decir, cuando en vez de servir como empleado de tercera categoría detrás de un mostrador, está al frente del emporio industrial o del consorcio financiero-, el hombre práctico y realista suele mirar con gesto despectivo a quienes, por otorgar sus favores al cultivo del alma, desdeñan el lujo frívolo, el desorden sensual y la ostentación desenfrenada…
¿Podría ser de otro modo? El tiempo que éste emplea en engordar su cuenta bancaria no lo aprovechará en la lectura ventajosa. Los días que aquél consume en francachelas, perdidos son para afinar las cuerdas de la sensibilidad. Los años que estotro desgasta en asegurarse una vejez pródiga le obligan a hipotecar la juventud cuyo irrecuperable tesoro se dilapida entre enojosos compromisos y rutinas tediosas.
Luego parejos señorones, genuinos epítomes del pragmatismo, paradigmas del realismo y el sentido común, con aire doctoral dictaminan acerca de la inutilidad de la belleza.
¡Paciencia! Dejémosles pontificar. Si se empeña el sordo en negar que el sonido existe y nos asegura el ciego que no se arropa de luceros la noche, en su derecho están…
Sé que el burro rebuzna y que los perros ladran, pero tan trivial cuanto prosaica verdad nunca me ha llevado a suponer que, en materia de estética, deba yo revisar mis opiniones.