Artesanías en el Caribe, sabiduría de una vieja forma de vida

Artesanías en el Caribe, sabiduría de una vieja forma de vida

Son testigos de viejos usos de manufacturación, cuando el consumismo social no se alimentaba con la intrépida producción masiva que ha atiborrado al hombre de todo tipo de cachivaches, cada vez más sofisticados, pero en fin, siempre menos auténticos.

Por eso, después de la Revolución Industrial y más tarde con la entronización de las líneas de producción que cambiaron radicalmente el sentido económico del mundo, las artesanías, además de dedicadas técnicas, encaran la simple sabiduría de las cosas sencillas.

De ahí la gracia de su apariencia y acabado final que las hacen muy apreciadas en el orbe, pero especialmente en el desarrollado, en donde las tareas manuales tienen el reconocimiento de su dedicación.

Su técnica se ha quedado relegada para países infradesarrollados o con poca modernidad, en donde aún una inmensa franja de sus pobladores tienen en su elaboración un medio de supervivencia, que por lo precario del coste de la mano de obra resultan con precios competitivos tanto en el mercado interno como en el externo.

Mundo Caribe

Por la simpleza, funcionalidad y belleza de su apariencia, muchos de los objetos de la tradición artesanal del Caribe conjugan ese oculto encanto que los hacen muy apetecidos, especialmente por las hordas de turistas que temporada tras temporada invaden sus playas y sitios de montaña.

Coincidente con la temporada alta del turismo en Cartagena de Indias, el principal destino colombiano, desde hace más de tres décadas se realiza la Feria Artesanal del Caribe, que durante 45 días congrega a lo mejor de los artesanos colombianos, que venidos desde distantes lugares de la disímil topografía nacional, muestran al mundo los encantos de sus preciosidades manuales.

Nuestro incompleto recorrido por esta variada muestra de productos vernáculos la iniciamos por la laboriosa obra de los alfareros del Departamento de Santander, que temporada tras temporada se hacen presentes con sus muy demandados productos.

Por eso para Nicolás Gélvez y Luz Yolanda Caballero, alfareros que se ven abrumados por la montaña de productos expuestos en su típico puesto de venta, esos sí de la tierra, su oficio tiene mucho más de satisfacción que de beneficio.

Al respecto ella dice: “Nuestra labor es bastante dispendiosa y va desde la selección del barro hasta la preparación, amase, cocción y decoración que permiten ofrecer nuestros productos con un excelente acabado”.

“No soy oriunda de una tierra de alfareros, pero por los problemas internos de desplazamiento que se dan en nuestro país, un buen día junto a mi familia y siendo yo muy niña, llegué al Barrio de La Chamba, en Bucaramanga, un lugar de alfareros y allí, como dice el dicho, de `al que anda con la miel algo se le pega´, lo aprendí y aquí voy con más de la mitad de mis 41 años en esto”.

“Junto a mi esposo y demás miembros de la familia, que incluyen padres, hermanos e hijos le hemos dado el sentido de microempresa familiar, que nos sirve para sortear las dificultades de la vida”.

Mientras despacha a una clienta, que emocionada compra uno de sus chuscos platos soperos de barro, nos dice a ambos: “Pues usted verá, que empiezo la elaboración de estas artesanías como si estuviera haciendo una arepa. No tenemos moldes y la medida nos la ha dado la tradición oral y la práctica y a pesar de que nuestros productos no son idénticos, nadie duda de lo homogéneo de su resultado”.

Entre platos, soperas, ollas, bandejas, ollas soperas, arroceras, olletas, pocillos, kayanas para arepas, salseras, cazuelas, macetas y mil artilugios más de inobjetable encanto que componen un kit doméstico de 60 piezas por el que pueden cobrar el equivalente a 100 euros, Nicolás y Yolanda transmiten la sensación de vivir en un edén tropical.

Concluye: “Después de formar el producto lo horneamos a entre 800 y 1.200 grados de calor, en hornos también artesanales para luego ser pintados o decorados tal y como usted los ve. A pesar de la promoción que nuestras artesanías dan al país, el apoyo gubernamental es nulo y la presencia del Estado sólo se siente en el cobro de tasas e impuestos cada vez mayores”.

SOMBREROS Y CANASTOS DEL PACÍFICO

Eva Arboleda es una maciza negra que al principio se muestra reacia a revelarnos sus 32 años de edad. Pero eso sí, con la amabilidad que es característica de los habitantes de ésta, la más pobre región colombiana, nos cuenta sin mezquindades los pormenores de su actividad de cestería.

“Yo no me acuerdo desde cuando estoy en esto, pero sí le digo que desde mi más remota infancia estoy entretejiendo `tetera´ y haciendo sombreros, cestos, canastillas, alfombras, individuales y manteles. Los sombreros y artículos de cestería los pintamos con el tananimo que sale de la corteza del mangle rojo y también con “sangre de gallina”, un líquido rojo que brota de la corteza de otra planta tropical”, precisa.

La “tetera” es la hoja de una especie de caña que se produce silvestre en la costa pacífica colombiana, con la que se satisface la necesidad de elaboración de productos de uso doméstico, muy tradicionales en muchos puntos de Colombia.

“Yo aprendí viendo a mi abuela y la verdad es que no recuerdo cuándo hice mi primer sombrero”, un imprescindible objeto para mitigar el agobiante calor tropical, por los que Eva cobra el equivalente de entre 15 y 20 euros –dependiendo del tamaño y estilo– y en cuya confección tarda cinco días.

“En mi tierra natal Guapi, Cauca, más del 30% de la población se dedica a esto y es más el gusto que el provecho” afirma resignada esta mujer de ademán decidido, que también hace imitaciones de mangos, peras, manzanas y maracuyás con el fruto desecado del Totumo, otro árbol tropical, las que después de pintar coloca en toscas bandejas de madera que son un bello y rústico adorno para mesas”.

HAMACA DE LA TIERRA

Si hay un producto que identifique la más auténtica tradición de los indios Zenúes, esas son las Hamacas de San Jacinto, un pintoresco poblado de origen indígena, anidado sobre las estribaciones de la Montaña de María, una mítica elevación del Caribe colombiano.

Ello llena de orgullo a sus habitantes y mucho más a sus esforzadas tejedoras que, como Hortensia Caro, no dudan en confesar la satisfacción que les produce esta ocupación vital.

Blancas o de atractivos colorines, para Hortensia “las hamacas sanjacinteras son el resultado de una tradición milenaria de la que viven cientos de personas en esta deprimida zona, antes crisol de progreso”.

Anota: “La hamaca sanjacintera es un producto ecológico, totalmente natural, hecho de hilo de algodón y pintadas con colorantes naturales sacados del cedro, caracolí, bejuco de sangre y cáscara de coco”.

Según esta curtida artesana de 46 años de edad, “las hamacas se hacen de varias dimensiones, siendo las más comerciales las de 2,20 m por 1,40 m y las de 2,50 m por 1,70 m. Sus precios oscilan el equivalente a entre 30 y 60 euros y en la hechura de cada una de ellas se gastan unas 20 madejas de 100 gramos de algodón”.

Modisto y carpintero

Para Juan Blanco Álvarez, lo mejor que Dios le ha dado son sus manos e inteligencia para transformar la fibra del bejuco, el fique y la madera de la guadua en productos que atraen a compradores por su gracia sin par.

“Tengo 35 años y no entiendo la vida sin hacer esto que siempre he hecho”, señala, mientras con un brillante serrucho modela la pálida amarillez de un tronco de guadua, una robusta caña silvestre, de la que en pocos minutos saldrá una típica vinagrera.

“Yo hago, además de los productos tradicionales, todo lo que la imaginación me da para hacer”, nos dice mientras trabaja con empeño, ahora en los retoques finales de unos bellos muebles artesanales, muy al uso en la costa caribeña colombiana.

“Mire usted, que tengo cortinas, tapices, telares y alfombrillas de fique y bejuco y también vinagreras, lápices, ceniceros, barcos, portarretratos y lámparas de pie y de mesa entre otros objetos de un variado surtido artesanal”.

Nació en María la Baja, Bolívar, una extensa zona habitada por negros fugados de las haciendas coloniales y su rostro y expresión corporal reflejan de manera contundente la plena satisfacción que le dejan “el hacer esto, lo que más me gusta”.

 

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