Asesinar la esperanza

Asesinar la esperanza

Cuando Harper Lee publicó en 1960 su obra Matar a un Ruiseñor, no pudo vislumbrar la trascendencia de un texto que constituiría el retrato de una época donde los prejuicios, discriminación y segregación desnudaron al Estados Unidos capaz de asesinar la esperanza. Chorros de sangre antecedieron al establecimiento de los derechos civiles y a la decisión del Tribunal Supremo para conculcar prácticas esclavistas. Y es así porque ninguna sociedad impone la civilización en el corazón de sus instituciones, sin pagar un alto precio. Los dominicanos no podemos ser la excepción.
Aunque murió recientemente, los ciudadanos de Monroeville jamás podrán agradecerle a una ciudadana excepcional, el colocarlos en el mapa como la fuente de creatividad en condiciones de decirle al mundo que, todavía hoy en día, las causas que hicieron del texto un premio Pulitzer permanecen en el corazón de una sociedad referencial para todos. Así pasa debido a que los obstáculos a saltar por los pueblos con intención de alcanzar etapas de desarrollo y progreso son bastantes, y como de costumbre, existen francotiradores con vocación de asesinar las expresiones de cambio y redención.
La sociedad dominicana, desde su fundación, libra una batalla entre las fuerzas que apuestan a un cambio y los defensores del viejo orden. Extraña que la franja donde se cobijaron Juan Pablo Duarte, Ulises Francisco Espaillat, Eugenio María de Hostos, Américo Lugo, Santiago Guzmán, Gregorio Luperón, Juan Bosch, Francis Caamaño y José Francisco Peña Gómez no hayan podido establecer las bases de un cuerpo de ideas y principios a ejecutar en el aparato institucional del Estado.

No nos debe mover a consternación el hecho de que el éxito político y social, asumido en función de las reglas distorsionadas que tanto prevalecen en nuestro medio, envíe señales de que lo “triunfal” es desdeñar las posturas correctas, entregársele al adversario a cambio de ventajas, traicionar, delinquir y usar la política como plataforma de negocios. Por el contrario, lo que está sujeto a transformarse y constituye pieza de escarnio es que se mantengan por siempre.

Las ansias de un nuevo rumbo retratan el envilecimiento actual. Aquí todos saben del empresario que sirve de caja chica al político, del dirigente de un partido “opositor” que “gana” una licitación del teatro Agua y Luz, de los magistrados que cobran su salario y una pensión, del juez constitucionalista con vocación para concertar en su hogar retornos partidarios y de los familiares de jueces que usan el ejercicio privado como peaje de las decisiones paternas. En definitiva, esos precedentes, sirven para liquidar la sed de un nuevo rumbo.

Todo no está perdido. De eso, nos quieren convencer. Y no es así. Lamentablemente, en ese proceso de prostitución de un auténtico cambio los llamados a impulsar la ruptura andan dando sus últimos aletazos y retrasan el salto hacia nuevos estadios porque sus deseos por diferenciarse no pasan de palabrerías huecas debido a que, en los hechos, reproducen muchos de los vicios que dicen combatir.

Volviendo a Matar a un Ruiseñor, la trascendencia de lo literario es que, las obras relevantes, adquieren categoría de símbolos de una época. Por eso, la hermosa historia de los años cincuenta, donde la supremacía blanca adquirió dimensión de terror y la señorita Scout y Atticus Finch develan esa dura realidad sureña de Alabama. Aquella crudeza parió un texto fundamental de la literatura.

Convencido de la naturaleza mágico-religiosa de la realidad caribeña y tratando de tocar la conciencia de las pocas plumas con sentido crítico que prevalecen por éstos lares, acaso no tendremos la materia prima suficiente para que nazca la obra en capacidad de crear un retrato de tantas vilezas?.

Si a la escritora Harper Lee, le correspondió la insigne oportunidad de convocar al asesinato de una sociedad desigual e injusta y retratarla de forma excepcional, no podríamos inspirados en ese referente, deleitarnos ante un gesto enaltecedor, cuando una acción valiente nos devuelva años de luchas esquilmados por un ratero de nuevo cuño amparado por la sombrilla oficial para desvanecer horas de exilios, muertes y encarcelamientos. ¡Acción!

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