Asnografía

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FAUSTO MARTÍNEZ
A Federico Lebrón In memóriam

Hoy, Federico, cuando me quedan tan pocos amigos con quienes charlar en esta la tierra, porque ya la ruina hizo su obra sobre nuestra vieja peña, he decidido elevarme hasta la cima de los cielos, donde tu Dios te llevó, para saludarte y tener una charla juanramoniana como solíamos hacer en éste mundo, pero especialmente, hablarte de unos burros que han embellecido el mundo. Otros no. El asno más antiguo que encontramos en la teogonía universal es el que monta Sileno, el viejo bufón de la Corte de Baco.

Al viejo Sileno lo vemos cabalgando al frente de un cortejo de seres fabulosos, mitad bestias mitad humanos, bastardos del cielo y de la tierra, que se relacionan con la vida física, de la cual es el tipo soberano: Los Sátiros, los Paniscos, los Aegipanos; la caballería monstruosa de los Centauros, y un serrallo delirante de Ménades y Tiadas, Léneas y Naidas, Mimalonas y Clodonas, lleva al niño Dios de las Bacanales cargado y lo balancea como una anforita, en sus brazos curvados como asas, le comunica el alma del vino y la ciencia infusa de la vendimia. El buen Pan le enseña a colocar los dedos sobre las cañas de la siringa, que Palas Atenea desechó porque le deformaba los carrillos, y a golpear el suelo con cadencioso pie.

En la antigüedad profana y cristiana el asno era objeto de singular veneración. El animal que hemos convertido en emblema de la estupidez y de la fealdad simbolizaba en otros tiempos la fuerza y la hermosura. La Edad Media rehabilitó al animal casi consagrado por esos recuerdos. El pueblo veía, en la cruz negra que lleva en el lomo, el blasón sagrado de la montura del Salvador. Creía que, en Nochebuena, le era concedido el don de la palabra, y que entonces conversaba, en el establo, con el buey, su viejo compañero de pesebre. Jamás figura el asno entre los monstruos y las gárgolas diabólicas que, en las cornisas de las iglesias, vomitan el agua de las canalizas. En cambio, sobre un contrafuerte del antiguo campanario de la célebre catedral gótica de Chartres se ve un asno en la actitud de un salmista, pulsando gravemente un arpa. Una tradición refiere que el asno que paseó a Jesús por Jerusalén atravesó el mar o pie enjuto, después de la Pasión, y fue a instalarse en los alrededores de Verona… posiblemente llevando a la Magdalena.

Luego aparece Sancho cabalgando en su jumento sin nombre junto a Rocinante, descendiente de Babieca, según la genealogía hecha por Sidi Amete Benengele.

De entre todos los asnos, ninguno ha alcanzado la gloria de Platero. Llevado por la intención del poeta, Platero, ese Marco aurelio de los prados de Moguer, se va al jardín, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las flores rosas, celestes y gualdas. ¿En que estriba la permanente presencia de Platero? La vida de Platero -dicen sus más ilustres estudiosos-, está marcada por una ausencia de felicidad, por una difusa presencia de imposibilidades. No solo las constantes referencias que el poeta hace a la soledad buscada, al aislamiento, a la excentricidad; el dulce burrito se nos va figurando casi humano. Las cosas menudas del mundo, las vidas pobres y campesinas, desdeñadas por todos, habrían de ser exaltadas a un cielo poético por la sencilla razón de haber formado parte de la cotidianidad, de no admitir las cosas torpes de la vida, de proponerse a exaltar sólo lo bello, lo noble, tendente a una eternidad ideal, como tu hiciste con La Canastera que tuviste el valor de rescatar de las calles de Santo Domingo para elevarla al Parnoso dominicano, donde nadie la quiere junto a la «lánguida, bella y sublime Lucía» a pesar de su alegre pregonero. Tu, Federico, -como dice el poeta de Platero-, estás solo en el pasado. Pero, ¿que más te da el pasado a ti que vives en lo eterno? Que, como tu allá, tienes en tu mano, gran como el corazón de Dios perenne, el sol de cada aurora.

Hoy al recordarte, amigo ido, quiero, para terminar, parafrasear a Platero en el cielo de Moguer, y decirte que esta página «Va a tu alma, que hoy escribe versos en el Paraíso, por el alma de nuestros paisajes quisqueyanos, que también habrán subido al cielo con la tuya; lleva parte de mi alma, que también habrán subido al cielo con la tuya; lleva parte de mi alma, que caminando entre zarzas y ortigas, a su ascensión, se hace más valiente, más contestataria, más resuelta cada día, hasta que la muerte nos reúna en esos «jardines venustianos que soñara la fantasía de una reina loca de grandes ojos verdes».

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