Asunto del modernismo

Asunto del modernismo

ANA ALMONTE
Raras veces la vi participar en juegos de muñecas. Deduzco que comencé a fraternizar con Kika a finales del año 1979, precisamente por su inusual aire de desenvoltura. La calle diez del barrio Las Cañitas, donde crecimos, era entonces un enjambre de casas cuyas paredes parecían estar en pie, gracias al apego de sus propietarios. Kika: analítica, carismática, ordenada. Mi mayor alegría consistía en asistir, sábados y domingos, a los recitales que ella organizaba en un establecimiento cultural, donde solía escuchar a un grupo de «afruses» declamar poesia; otros imitaban a artistas locales del momento. Niñas mayores que yo bailaban «mangulina». Kika también formaba parte del selecto elenco de «Milo» moviendo su cintura al compás de una tambora.

Allí estaba ella, en un modesto salón con sus ojos contentos, mostrando unos dientes cuadrados y blancos, envuelta en un vestido de tonos vivaces con una desahogada falda que mostraba sus piernas cada vez que «Tato» le daba vuelta.

En el 1981, me convertí en reina infantil. Tenía once años. Unas quince participantes componíamos el «certamen». Kika, ataviada en esos preparativos, eligió al jurado, que por cosas de la vida me otorgó el primer lugar, intuyo, porque durante una semana tuve que memorizar, obligada por mi mamá, un ridículo discurso que invitaba al vecindario a huir del calor asistiendo a la playa de Boca Chica. La gente, después del evento, me reconocía como «La reina de Las Cañitas» pues aquello fue de una considerable asistencia por la forma en que lo habían manejado. En ese sentido, Kika se llevó la mejor tajada en cuanto a elogios pues muchas madres quisieron contar con sus buenos servicios de anfitriona en celebraciones de bautizos de muñecas y otros atavíos concernientes a cumpleaños. Por fortuna o desgracia, todas las que formamos el grupo de Kika nos hacíamos mujercitas.

Cuestiones de muchachas, distantes a los juegos de muñecas atraían nuestra atención. Kika, que siempre nos pareció adulta, nos amonestaba cuando aparecíamos en la antesala de su casa despeinadas. «Una mamá pegona», decíamos, pero era una líder a la que creíamos deber obediencia en pos de una sincera admiración. Para el año 1985 fui miembro del Fans Club de Olga Lara. Kika: presidenta.

Puedo testimoniar que ella logró, en gran proporción, que la artista, oriunda de Azua, se convirtiera en «otra cosa». Resguardó de dimes y diretes su imagen conservadora ante las fogosas seguidoras de la cantante Vikiana, un grupo de quinceañeras que provenían de los alrededores del río Ozama, casi siempre en busca de pleitos. Kica construyó carteles que ayudaban a que la gente normal de Las Cañitas conociera de Olga su repertorio de canciones. Como requisito principal de ser miembras de un fans, debíamos de asistir regularmente, los jueves de cada semana al «show del Mediodía» a ovacionar a la artista, lo que creí una «pela». Como recompensa, la cantante aceptó ir a cantar a una cancha del barrio atendiendo a una petición de nuestra líder.

Ahora sé, en mi caso particular, viendo a un camarógrafo fijar su equipo de trabajo en mí, que aplaudía y chillaba solo para complacer a Kika. Y, desde luego, como todo lo que comienza concluye, la fiebre por Olga Lara mermó, y de la mañana a la noche fuimos descubriendo que aquello formaba parte de una etapa. Así que para el grupo de adolescentes estar siempre en rebaño ya no era imprescindible. Kika también se ausentó. Se enamoró de un muchacho alto y musculoso ya para finales de los ochenta.

Aquellos amoríos le produjeron varios dolores de cabeza, pues su «Romeo», experto en enamoramientos, no podía ignorar a una escoba con faldas. Pese a estos pormenores, se mantuvo firme a ese amor y, a mediado de los noventa oficializó su compromiso. Un poco más tarde partió a Estados Unidos, donde la requería su hermana mayor. Eran tiempos de mucha unión familiar y en Nueva York los dólares rendían. Quién iba a decirlo, se nos fue Kika; lágrimas de tristeza, pero también de alegría derramamos en el aeropuerto cuando fuimos a despedirla. Fue una provisional partida. Dos años después regresó con otras perspectivas y se casó con su prometido. Recuerdo, como si lo estuviese viviendo hoy, que desfilé por los pasillos de una sencilla iglesia como su dama de honor. Con el transcurrir: sus hijos. Kika proseguía diluyendo su vida en el extranjero.

El grupo ya nunca más fue el grupo, cada quien debía atender a sus respectivas responsabilidades: trabajo, universidad… Las cosas malas y buenas que la vida nos arroja.

Solo sé que contengo en lo que llaman memoria la imagen entusiasta y absorbente de María de Los Angeles Lazala Morel, Kika. No obstante, me conforta verla de vez en cuando.

Estamos todas las de la cuadra, como si el tiempo no hubiese transcurrido y saltamos de alegría en un balneario. Me apresto a invitarla a chapotear pues ninguna sabíamos nadar.

La visión parece cambiar de repente cuando ella me observa y enmudece como si fuese extática. Entonces su imagen algo difusa se evapora a medida en que me doy cuenta de que estoy dentro de un sueño. Hablo en primera persona. Estoy siendo subjetiva. De modo que caigo en la cuenta de que las promesas hechas a un muerto deben de concretarse y Kika, que ahora no está, espera que le cumpla. Todavía no hace un año de su muerte. Fue mal informada y atendida, según dijo su hermana, pues vino al país a realizarse una cirugía estética en algunas áreas de su cuerpo con el fin de reducir su sobrepeso.

Cuando me enteré de su muerte, a través de un periódico vespertino, acudí a Las Cañitas en procura de más información. En su casa materna celebraban el novenario. Aseguré a su familia que haría una crónica relatando lo que, según una comadre que vio su cuerpo remendado en una salita de emergencias, y posteriormente echado a una camilla en la morgue del Centro Médico Bellas Artes. Una semana después de la operación, falleció por una embolia. En honor a la verdad, de aquello no me salió ni una línea. Y tras algunas visiones recurrentes de mis sueños, donde Kika solo me observa, interpreto que algo espera de mí.

Es por eso que confieso: Kika, respondo a mis visiones con estas líneas que salen del forro. Espero, donde quiera que estés, que realmente descanses pues para todos los que estamos en esta orilla es difícil dejar de lado el egoísmo y no pedir por nosotros aunque sea para mal respirar.

Me confieso reincidente lamentando tu muerte a destiempo. Y pido a Dios, a través de esto que escribo y que ofrezco como mi mejor oración, recordarte siempre saludable, mandona, risueña… muy bien.

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