Asuntos de familia

<p>Asuntos de familia</p>

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Tengo que reconocerlo con toda valentía. He estado huyéndole al tema de la familia. ¿Por qué? Pues a causa de que no encuentro una solución, un paliativo, una relativa posibilidad de mejoría para el drama familiar. No quisiera tener que reconocer la dolorosa realidad de que hombres y mujeres tienen diferentes roles, que no son intercambiables.

 Ni el hombre puede ser verdaderamente mujer, ni ésta hombre. El abuso masculino contra la mujer, fundamentado en remotos tiempos los cuales la fuerza física del varón era imprescindible para proteger el núcleo familiar de agresiones externas, pasó.

El rol masculino pasó a ser la del proveedor y, en cierta medida, protector. Los conglomerados humanos, las tribus, los poblados, las ciudades requerían de hombres fuertes, arrojados y dispuestos a dar la vida en la defensa de lo suyo y de los suyos. En París, en la calle Bonaparte, en el barrio latino, una tarja señalaba -y aún debe hacerlo, dado que existe un respeto histórico -muy diferente a la frivolidad homenajeante que nos gastamos nosotros- “Aquí nació P. Dubois. Murió en el frente de Verdún por ésta, su casa, por ésta su calle y por la Plaza de San Sulpicio”. Es decir, por su hogar, su gente y su barrio.

Muchas cosas han cambiado. Unas para bien, otras para mal.

Engels, en su obra Origen de la Familia, desarrolla una tesis según la cual “el hombre ocupa, en la familia actual, la posición de explotador”. El asunto es complejo y nos perderíamos en consideraciones y observaciones que se alejan de las posibilidades de este trabajo. Mi propósito es referirme a la extremadamente compleja realidad de la mujer moderna.

Tras la revolución industrial y la incorporación femenina a labores de todo tipo, por requerimientos de las dos grandes guerras mundiales del Siglo XX, la mujer empezó a competir exitosamente con el hombre en forma masiva mientras el varón enfrentaba al enemigo en los campos de batalla.

Esto abrió nuevas puertas. Encendió la chispa de posibilidades insoñadas previamente, demostró que aquello del “segundo sexo” a que se refería Simone de Beauvoir era sólo resultado de una inmensa injusticia varonil, pero la mujer, aplastada por una terrible tradición sumisa, se ha empeñado en seguir educando a sus hijos -de uno u otro sexo- conforme a las viejas reglas, manteniendo la preeminencia del varón, que tiene privilegios y aceptaciones conductuales prohibidas y criticadas si las practica la hembra. La periodista italiana Carla Ravaioli señala acertadamente en su libro “La Mujer contra sí misma” que la mujer “sigue siendo, lo mismo que la de ayer, mitad odalisca, mitad sufragista” y que, en verdad su comportamiento es fundamentalmente antifeminista.El asunto no fuera tan dramático si no fuesen los hijos quienes, desde los primeros años, sufren los resultados del obligado alejamiento hogareño de la mujer, que debe -y es, muy a menudo-proveedora fundamental, para lo cual ha de desplazarse diariamente a oficinas, talleres y demandantes puntos de labor extrahogareño.

Los niños se crían prácticamente solos, envueltos en la estultez de trabajadoras domésticas que hacen más daño que bien. Aunque sus atenciones sean necesarias a falta de los padres.

Los padres. ¿Quiénes son esos extraños que llegan fatigados e irritados al fin del día, y trabajo les cuesta no perder la paciencia con la criatura y ofrecer un calor humano sincero y un ejemplo de lo que puede ser un hogar?

La sociedad se desmorona por la falta de reglas y de justicia. La educación masiva está torcida de oportunismos, permisividades o impunidades.

Tener hijos representa una enorme responsabilidad.

Si usted no puede, no los tenga.

Forme familia cuando esté en condiciones de darle tiempo, amor y atención.

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