Atacar a los tiburones

Atacar a los tiburones

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Ya lo he dicho antes. Si difícil fue, en extremo, la gestión presidencial de Joaquín Balaguer durante aquel turbulento período de los «doce años», cuando debió enfrentar situaciones insólitas en nuestro país, es decir, el brote de conspiradores contra el bienestar nacional, motorizado por las posibilidades de alcanzar —pescando en río revuelto— las enormes dimensiones económicas de Trujillo, y actuando desde ideologías, bien o mal entendidas, pero mal digeridas e inadecuadas para nuestro país mediante componendas de habitación entre civiles voraces y militares con cuarenta grados de ambición, o una que otra ingenuidad de honestos idealistas poco astutos… Si difícil fue este período en el cual las responsabilidades son difíciles de ubicar, lo que le ha tocado ahora al Presidente Leonel Fernández —entiendo yo— viene a resultar el más escabroso, espinoso y difícil mandato en la historia republicana.

Ya no se trata de una población aldeana y pobre, que encontró Trujillo, en la cual pocos ciudadanos eran considerados ricos porque tenían automóvil o hermoso carruaje tirado por briosos caballos y podían ir a la ensoñadora Europa o a la imponente Nueva York con su familia para asistir a la temporada de ópera, a los espectáculos sobre hielo, a caminar por la avenida Unter der Linden de Berlín o los reverenciados Campos Elíseos de París, cenando en el Maxim, para después de acomodar esposa e hijos en el Ritz o en el Hotel Crillón, escaparse para disfrutar las picardías de Pigalle en el Moulin Rouge u otro equivalente.

No.

Hay que reconocer, para bien y para mal, que el Generalísimo (aunque hoy a algunos no les gusta que lo llame así) creó nuevas dimensiones de la riqueza y, con toda la asqueada crítica indignada que lanzan sobre el terrible dictador, no hay manera de que dejen de lado las magnitudes que él creó.

Hoy, ser rico, es tener jets privados, helicópteros, yates, ir de cacería a Escocia, a esquiar en famosos «resorts», a refocilarse en los hoteles más sofisticados, a sólo encontrar «digna» la comida elaborada por afamados chefs.

Contra esas dimensiones tiene que luchar Fernández, porque no es posible que tantos dominicanos, de la noche a la mañana, puedan costear tal vida con su trabajo honrado.

Yo me pregunto, ¿qué hace Impuestos Internos, que no investiga esas fortunas de abracadabra?

Y aparecen los estupefacientes en dimensiones escalofriantes. De repente nos enteramos de que somos un «narco-Estado». Y que si bien los delitos son horrendos y comprobados, los «capos» están libres, y tiene que venir la DEA norteamericana para limpiar un rinconcito del panorama. Y nos hablan de Quirino, que luce un pez menor, y de otro, que era su «jefe» pero cuyo poder no convence porque las cabezas están a otra altura.

Todo el desorden, agravado por Hipólito Mejía y –digamos– sus cegueras amistosas, que tan caro le costaron, porque pudo haber salido como un presidente poco hábil pero buen defensor de los intereses nacionales, por encima de sus personales simpatías y solidaridades afectuosas.

A Fernández le ha tocado lidiar con todo el desastre heredado, pero también con la vigencia de ciertas prácticas amistosas que no son convenientes para la nación.

Lo de la isla artificial frente al Malecón de Santo Domingo, sobre todo si va a ser financiada con recursos extranjeros, me parece formidable. Los acuerdos que ha logrado el presidente Fernández en el exterior, también, y me regocijo en felicitarlo calurosamente.

Pero organizar este país es harto difícil.

Las instituciones nacionales, con alguna escasa excepción, no inspiran confianza. La violencia crece. La droga se hace más presente y arrogante. No existe la menor idea del mantenimiento que requieren las inversiones gubernamentales (no me atrevo a llamarlas públicas).

Y se insiste tercamente en un Metro. No importa los costos ni los peligros.

Mientras tanto, los ciudadanos o no, encarcelados «preventivamente» sin pasárseles juicio, son hacinados en infiernos que tenemos el descaro de llamar «cárceles». Y mueren por centenares en circunstancias confusas, nunca aclaradas cuando sucedieron antes.

Se habla de transparencia donde sólo persiste la humareda delictiva.

Creo que el Presidente Fernández hace lo mejor que puede, pero la «mano dura» no puede circunscribirse a testaferros y peces menores.

Hay que atacar a los tiburones.

Tal sería la gloria de Fernández.

No el Metro.

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