Auge y caída del Tercer Reich

Auge y caída del Tercer Reich

Siempre nos ha interesado indagar acerca de las causas que han dando origen a regímenes políticos dictatoriales en países de cultura tan avanzada como son el caso de la España de Franco, el  Chile de Pinochet y el de los militares gorilas de la Argentina. Sin embargo, uno de los hechos históricos que más ha llamado nuestra atención es el de Alemania, cuna de Gutenberg, Martín Lutero  y de Emmanuel Kant, que fue controlada durante más de una década por Adolfo Hitler.

¿Qué características especiales tuvo este señor para convertirse en el líder del pueblo alemán entre 1933 y 1945? He leído su voluminosa biografía escrita por Ian Kershaw, pero admito que el texto publicado en 1960 por el periodista norteamericano William Lawrence Shirer ofrece una detallada descripción de la personalidad de Hitler casi insuperable.  Es bueno recordar que lugar, tiempo y circunstancias son condicionantes que permiten la expresión de las capacidades que anidan en cada ser humano.

Nos dice Shirer que el «führer»  nació en la frontera austro-alemana el 20 de abril 1889. A la edad de 16 años era ya un fanático antisemita nacionalista alemán,  así como un voraz lector.  Sus amigos lo describen como un joven siempre rodeado de libros. A los 19 años se mudó a Viena experimentando más de un lustro de hambre, miseria y pena.  Aún bajo esas duras condiciones se pasaba los días y las noches devorando libros.

Recordaría a la capital austríaca como la gran escuela de su vida. De la prensa social demócrata aprendió sobre la importancia de las organizaciones de masa en un partido político, del arte de la propaganda en el pueblo y de la utilidad del terror espiritual y físico. Bien temprano comprendió que para lograr el poder requería del apoyo de las fuerzas armadas, de la iglesia y otros sectores importantes de la nación.

Se convirtió en el ídolo de la clase media que supo rodearse de individuos audaces, capaces, leales y fieles al nazismo. Una valiosa cualidad que consiguió desarrollar al máximo lo fue la oratoria. Sus discursos en sitios cerrados, manifestaciones públicas y en la radio constituyeron uno de los mayores éxitos en toda su carrera política. Otro de sus dones lo era el de organizador y agitador inagotable.

No era tomador, ni mujeriego y tampoco fumaba; mucho le importaba hacer opinión pública. Repetía como consigna que si alcanzaba el poder su objetivo básico era restaurar la supremacía alemana y devolver a su pueblo el honor y respeto ultrajado tras la derrota de la Primera Guerra Mundial. La pérdida  de amplios territorios y la deuda impuesta por los vencedores crearon las condiciones para que fuera creciendo la rebeldía de una población que sufría grandes privaciones. Tiempo, lugar y circunstancias harían ver en Adolfo Hitler el Mesías fuerte y vengador que restauraría y ensancharía la patria mancillada.

La  Alemania derrotada, pisoteada, empobrecida e irrespetada hizo fila con el führer, creyó en sus cantos de sirena y le entregó todos los poderes.  El megalómano endiosado por su pueblo condujo al país a una Segunda  Guerra Mundial con las desastrosas consecuencias que conocemos.

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