La sociedad dominicana reacciona en forma autoritaria cuando se presentan problemas vinculados a la delincuencia protagonizada por los sectores más vulnerables.
Recientemente se produjeron asesinatos a taxistas por un grupo de jóvenes y adolescentes menores de 18 años. Este hecho ha consternado a la sociedad dominicana y ha generado en la opinión pública, funcionarios de gobierno y jerarquía eclesiástica la demanda del aumento de la pena contra el menor que incurre en estas faltas.
Esta medida dejaría al menor desprotegido por el Estado y violaría sus derechos reconocidos internacionalmente. Un menor que está delinquiendo es de por sí un menor en condiciones de vulnerabilidad, viviendo en contextos de violencia y utilizado por personas adultas para la inserción en redes delictivas.
El aumento de la pena en otros países no ha funcionado (ver caso de Guatemala y El Salvador) por el contrario ha aumentado la violencia y la delincuencia. El castigo y la cárcel no cambian conductas, generan más violencia, más inserción en redes delictivas y no intervienen en las causas de la delincuencia juvenil.
Las condiciones de vulnerabilidad y desprotección que vive la infancia y la adolescencia empuja esta población a dedicarse a las actividades delictivas. Una población infantil y adolescente que sale a la calle desde edades muy tempranas (6-7 años) a buscársela en lo que aparezca (vender huevos, dulces, limpiar zapatos) y una de las fuentes de ingresos fácil son las actividades delictivas.
Su vulnerabilidad incluye sufrir las consecuencias de un sistema educativo deficiente en calidad y cobertura que los mantiene más afuera que adentro y ser testigos de los crímenes más horrendos que comete la policía en sus barrios en horas del día y frente a sus hogares. Los menores aprenden con estas acciones y otras de su contexto que la autoridad y el poder se consigue con la violencia.
La delincuencia juvenil no es el producto de una población infantil y adolescente que se ha vuelto criminal de la noche a la mañana. Es el producto de gobiernos que no invierten en sistemas educativos de calidad ni en políticas sociales eficientes focalizadas en esta población y en la erradicación de la pobreza y la marginalidad. Igualmente la ausencia de sistemas de protección a la infancia y la adolescencia con una oferta recreativa, artística (escuelas de música, pintura, danza) y deportiva amplia que llegue a todos los barrios y comunidades.
Se debe de romper con el cíclico discurso de modificación del código del menor, una buena excusa para desconocer los derechos de esta población y para esconder las ineficiencias en la aplicación de este código que dista mucho de ser realidad.