Entre los dineros más desperdiciados en este medio quisqueyano figuran los destinados a la compra de cascos protectores para viajar en motocicletas, y que carecen todavía industrialmente de extensiones electrónicas conectables a las sienes que ayuden a pensar a sus usuarios, dados de común a desafiar la muerte.
Una falta de racionalidad que resta utilidad a los encéfalos. Órganos que están demás en muchas bóvedas craneales.
Un traje de acero, pero de más resistencia a los usados en la Edad Media, sería de una preservación más integral para los cuerpos. Del cuello para abajo también es frágil la existencia en unas calles pobladas de vehículos pesados y de otros que sin serlos, van a veces a velocidades que desmigajan a cualquier que se les ponga al frente.
Suponemos que algunos informes de autopsia por accidentes permitirían llegar a la conclusión de que es posible fallecer en calles con todos los huesos de la sesera en su lugar, nítidamente.
Poseer cerebros como algo que sobra en el organismo ha diversificado el empleo local del blindaje que para cuidarlos se confecciona y vende. Un uso preferido e inadecuado para el aditamento al desplazarse es colgarlo del timón de las rodantes máquinas más involucradas en sucesos de tráfico.
Es como si los conductores temerarios prefirieran que algo suyo sobreviviera a cualquier percance callejero, aprovechable para su venta como artículo de medio uso o de cero kilómetro como recurso para salvarle la vida a su antiguo dueño.
Hay otra forma de encajar los cascos sobre cabelleras dejando fuera, de todos modos, a un 50% de los ocupantes de motos, expuestos así a destrozos en curvas e intersecciones.
Los taxi-conchos de dos cupos que colocan al pasajero como si fuera parte de la carrocería, son personas «destocadas» que en buen castellano significa que sus partes frontales superiores están descubiertas y que solo el que guía se salvaría de cualquier encontronazo.
La ley no toma en cuenta con obligatoriedad a nadie que se arriesgue, por preferencia o insalvable carencia, a montarse en la cola de un motor.
Hay otro porte fatal bastante conocido, y contraproducente, que mezcla los raudos viajes en ese tipo de locomoción con el deleite de consumir bebidas espirituosas. Junto con el casco llevado como lujo colgante puede aparecer la chatita en el bolsillo o la botella de cerveza atrapada en los dedos que serían de función crucial si estuvieran siempre cerca de la palanqueta de los frenos.
No dudamos que, a fin de cuentas, una sorprendente e ilógica invisibilidad de quienes ponen a depender sus vidas de un par de neumáticos, esté contribuyendo a que con frecuencia sean llevados de encuentro, incluyendo a los mensajeros motorizados llamados deliverys que pueblan las calles a toda hora de la noche, con doble patente: la de transitar bajo toque de queda y la de violar masivamente las normas de tránsito.
Por lo menos tienen el increible don de pasar desapercibidos para la autoridad mientras hacen trizas de las reglamentaciones a la circulación, y de paso no solo se exponen a perder la vida sino que envían directos al cementerio a transeúntes que se olvidan de abrir bien los ojos al cruzar mientras exista una pandemia vial llamada libertinaje.
No hay retina en la Digesett capaz de reparar en las infracciones más comunes y desastrosas.