Autenticidad y lenguaje

Autenticidad y lenguaje

Desde hace un tiempo, hemos sido testigos de aseveraciones que relacionan la autenticidad con el expresar, sin reflexionar, todo aquello que pase por nuestras mentes, sean estos juicios sobre personas y cosas, o el uso en nuestro vocabulario usual de palabras soeces, sin importar que los mismos hieran la sensibilidad o la dignidad de quienes escuchan. Ser auténtico, según los defensores de la procacidad y de la vulgaridad en el lenguaje, es ser honesto consigo mismo y con los demás, o sea, expresar todo lo que pensamos. Reconocemos que en ciertas ocasiones, para expresar sentimientos fuertes, o para producir un determinado impacto en nuestros interlocutores, resulte conveniente utilizar palabras groseras, aunque esto lo hagamos preferiblemente a nivel privado, o en ámbitos restringidos.

No comparto la idea de que decir las cosas sin medir las palabras es ser auténtico. Ser auténtico, y en esto coincidimos con el filósofo alemán Martin Heidegger, considerado como el fundador del existencialismo, es condición de aquél que comprende plenamente la estructura existencial de su vida. Este atributo sólo puede ser alcanzado por quienes han sido capaces de «elegir» su propia identidad, es decir, los que mediante un proceso de reflexión crítica han logrado formar un sistema de valores y objetivos en la vida que trasciende lo que nos brinda, en forma inconsciente, el medio en que nos desenvolvemos. Heidegger reconoce lo difícil que resulta lograr la autenticidad, dado que las necesidades prácticas de la vida dan prioridad a la acción irreflexiva sobre la deliberación crítica.

Las personas que hacen alarde y jactan de expresar todo lo que sienten o venga en ganas, sin tomar en cuenta a quienes hieren o ultrajan, son más bien sujetos dignos de ser psicoanalizados, pues padecen de baja autoestima o de profundos complejos a ser desenterrados por los discípulos de Freud.

El lenguaje ha hecho posible el avance y el progreso del hombre sobre la faz de la tierra. Como principal fuente de comunicación entre los seres humanos, el lenguaje ha permitido el desarrollo de la cultura y del conocimiento. Desde los albores de las civilizaciones prehistóricas, cuando apenas los homínidos emitían sonidos parecidos a los de los monos actuales, las distintas lenguas han ido haciéndose más complejas y ricas en contenido y significados, atendiendo al desarrollo del pensamiento abstracto y a los avances tecnológicos. El refinamiento en el habla ha logrado sustituir palabras cargadas de carácter obsceno por otras sucedáneas que significan lo mismo, pero no nos causan aversión. Aunque la novelística moderna ha incorporado el realismo representación real de la vida sin ocuparse por la forma y se utiliza el lenguaje en la forma cruda propia de las clases incultas o sin instrucción, la lectura de un libro es una comunicación más bien privada entre dos personas: el autor y el lector.

En el caso de los periódicos, la radio y la televisión, que en forma cotidiana orientan y crean opinión pública, se requiere mucho mayor cuidado y prudencia que en los diálogos libros revistas lectores, pues sus horizontes más cortos poseen un carácter de inmediatez que otorgan una mayor vigencia en el acontecer presente. La pregunta a hacerse es por qué debemos cuidar nuestro lenguaje cuando tratamos de comunicarnos con una audiencia, cualquier audiencia. Respondemos con una pregunta: ¿Por qué el Dr. Joaquín Balaguer logró mesmerizar por tantos años al pueblo dominicano? En gran parte, porque cuidaba lo que decía: «Soy dueño de mis silencios y esclavo de mis palabras».

El que hace opinión pública, así como los dirigentes, deben ser orientadores y ejemplos a seguir, que eleven en vez de rebajar a sus conciudadanos. Nos parece que en vez de ser una fuerza centrífuga que alejen las cosas del centro, el líder y el orientador deben ser fuerzas centrípetas que atraigan hacia el centro, hacia arriba, a los que les siguen o escuchan. El pueblo llano aspira a mejorar. Cooperemos con su mejoramiento. No necesitamos ser cervantinos en el hablar, pero sí usar un lenguaje que muestre educación y respeto por nuestros interlocutores.

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