EMMANUEL RAMOS MESSINA
Sí, soy el obelisco, y usted me lo pregunta para entrar en conversación, y eso lo entiendo. Usted sabe que desde aquí lo veo todo, lo sé todo y usted anda en busca de chismes, de noticias, de indiscreciones y secretos de la política. Lo comprendo. Sepa que soy el obelisco oficial, el único, y soy el corazón del país, como la Torre Eiffel de París, o el Empire State de New York, o como la esfinge de Egipto y eso es verdad; tóqueme y sentirá el pulso del país. ¡Uno se siente orgulloso!
No ponga esa cara…
Cuando la situación se pone mala, enferma, caótica, mi médico me pone el estetoscopio en la espalda y pecho y me dice: diga treinta y tres, tosa, y entornando los ojos y poniéndome esa cara médica neutra, mentirosamente dice: «No se preocupe mucho»; y se sienta, y con la letra ininteligible de costumbre prescribe unos medicamentos, siempre malditamente los más caros; y eso que somos compadres. Al final advierte: «Si sigue oliendo las cosas así, la nariz lo matará».
Usted sabe dónde estoy, erecto, simplemente como un largo diente vertical en la boca del Ozama, y soy alto y con vista 20/20, oído 20/20, estereofónicos y multidireccionales. Me construyeron para pregonar las glorias de un militar, y yo hasta tenía mi «palmita», había que tenerla entonces, pero ahora soy un obelisco civil, con mi cédula, y documentado y sin galones o flores; y a propósito, ¿qué tantas preguntas me haces? ¿crees que no te conozco? ¡Carajo, qué bien luces y vistes! Ropa cara, jeepeta, que se te pusieron viejas, y ahora andas con la nueva moral. ¿Es que se te olvidaron aquellas adulaciones, aquellos homenajes, reverencias y discursos y piropos; aquellos abrazos y aquellos «ahora somos compadres y compañeros», o aquellas sociedades y empresas de obras públicas confusas y fantasmas de Panamá? ¿Y se te olvidó tu conducta de cucaracha abanderada y motoconchista?
¡Anjá! Se te olvidaron también tus viejos dogmas de partido, aquella lealtad hacia el, «lo que diga el, lo que haga el; aquellas verdades y gestos y poses que en la emisora oficial y los áulicos siempre estaban bien, requetebién; que este era el mejor de los mundos, el más provechoso, y aquel decir «ahora estamos arriba coronados, felices, y ellos allá abajo abajísimo, silenciados». Y ahora tú, con esa cara verde y compungida me afirmas que todas las culpas fueron de los otros, «de orden superior». Lo dices como si yo no fuera el testigo que da fe, que notarizó el pasado, que sabe dónde se cocinaban cuernos, abrazos y amores, de zaguán y alcoba, gratis o pagados; testigo del cambio múltiple de chaquetas multicolores; «muerto el rey, viva el rey». ¡Ah, que te viste obligado a..! ¿Dónde cabronazo te enjuagaste y metiste la conciencia y la bandera aquella? ¿Con qué aguja te remendaste? Ahora amaneces en la iglesia, das limosnas en público, diste ropa vieja en Jimaní y en terremotos, y de nuevo con tus nudillas blancos, morados o rojos, tocas puertas cerradas para siempre con aldabas y trancas, y no te responden, porque ya no eres el jovencito aquel triunfante, de postín, con bigotico el pelo teñido y aretes; ahora eres calvo y arrugado, lo canta tu panza, tu correa que cierra en hoyos nuevos, lo canta tu colesterol y tu andar fofo y torcido, y los pagarés y vales alocados que te persiguen como abejas, y los alguaciles que locos buscan tu domicilio escondido, oculto… A propósito ¿y la vedete aquella de silicón que mostrabas como joya en discotecas..? ¿Dónde está? ¿Voló?
Y ahora me preguntas con negras intenciones sobre las nuevas leyes, códigos e impuestos. Las leyes se decía que Dios las inspiraba y las mandaba lentamente, sin tropelías, a través de los príncipes, santos o profetas, y eran honestas, justas, oportunas, necesarias, útiles, acordes con los usos e ideosincracia de la sociedad y para el bien común. Pero escucha, cuando ellas nacen atropelladas, a la brigandina, paridas en velocípedos, como cucarachas, serruchando la realidad y costumbres milenarias; cuando nacen con cesáreas de carpinteros, modificando la tierra, las nubes y los cielos; intentando cambiar lo que somos a contra pelo, nadie por aquí les hará caso. Así ellas nacen con dientes; nacen mudas, laberínticas, oscuras, confusas, infinitas, repetidas, cuadradas, estrambóticas, unisex, peludas; paren leyes con rabos, castradas, en créole, cojas, al revés, anestesiadas, en inglés, con braguetas y analfabetas, y finalmente quedan amontonadas en cajones y rincones, y el mundo sigue rodando igual, igualito, tan campante, de espaldas; y los pobres de siempre comiéndose el pan etéreo que no llegó, que se lo tragó, se lo comió alguien más vivo, más tigre, que sacó las uñas más rápido, más voraz. Sí, el mismo héroe que alabaron, condecoraron y aplaudieron todos, hasta yo mismo, porque yo también estoy enfermo. Quizás es la contaminación, la polución moral que está en el aire, que se pega, que llega a los pulmones y daña adentro, adentro…
¡Tosa, tosa! -dice mi médico poniéndome el estetoscopio en la espalda y pecho- diga treinta y tres; y pone esa cara neutra médica usual y receta: `moralina forte`, y agrega: usted se morirá por meter la nariz donde no le importa, lo contaminó a tesis política. Al salir, páguele en dólares a la secretaria…