Autobiografía: el yo de la verdad

Autobiografía: el yo de la verdad

La distinción entre autobiografía y ficción exige la definición de autobiografía. Philippe Lejeune la define así: “Relato retrospectivo en prosa que una persona real escribe acerca de su propia existencia cuando enfatiza en su vida individual, en particular acerca de la historia de su personalidad”, y  según  Marie Estripeaut-Bourjac es una “narración en la cual hay identidad entre autor, narrador y personaje principal.” (“Autobiografía de una guerrillera”, en “Espejismos autobiográficos”,  Universidad de Poitiers, 2004, 148).

 En toda biografía (relato de vida ajena) y la autobiografía (relato de vida propia en primera o tercera persona) hay una diferencia con respecto a la ficción. Para Lejeune esta radica en lo que llama “pacto autobiográfico”. Según él, “la biografía y la autobiografía se oponen a las otras formas de la ficción por ser textos  referenciales que tratan de hechos que no  buscan ser verosímiles, sino verdaderos. Comportan así un ‘pacto referencial’, cuya fórmula es más o menos explícita: ‘Juro decir la verdad’. (150-51).

En el diario íntimo, deudor del discurso fáctico, “ante la angustia de la muerte, se inscribe como el lugar de las contradicciones donde la pareja autor(a)-lector(a) instaura una relación de construcción-deconstrucción, según Maurice Blanchot, definición abonada por Christiane Álvarez, cuando analiza “La tentación del fracaso”, de Julio Ramón Ribeyro (83). Álvarez subraya que “el diario íntimo vibra… en el mismo diapasón de la obra de ficción, permite la generación de esta, constituye escritura por venir, se vuelve en su apogeo el receptáculo de una reflexión profunda. El diario íntimo: un libro abierto a todos, donde cada hombre puede renacer y apropiarse mediante la lectura las experiencias, los recuerdos, las reflexiones  preferidas. Este género de escritura no implica ni los límites ni las exigencias formales de la ficción.” (92-93)

 De aquí se deduce que en los géneros de ficción no hay pacto autobiográfico, el yo que narra (o cualquier pronombre personal que lo sustituya) no corresponde en absoluto al nombre y apellido del autor que firma la portada del libro. La ficción no tiene por objetivo decir la verdad ni la mentira del personaje principal ni de los personajes secundarios. Los estilistas tradicionales se empeñan en fingir que el texto de ficción busca a toda costa la verosimilitud, es decir, hacerle creer a quienes leen que la historia que se cuenta en el libro es verdadera. Algunos libros de ficción se empeñan todavía en inscribir la coletilla: “Los hechos que se narran aquí ocurrieron en la realidad”. Otros autores más sarcásticos y burlones imprimen un texto que niega que los hechos narrados sean verdaderos, con lo cual pican la curiosidad de quienes leen y creen a pie juntillas que lo que se les cuenta sucedió en la vida real. Estos desean que les engañen.

La ficción tiene un objetivo más desesperanzador para quienes buscan la verdad en la obra literaria. Me refiero al trabajo artístico del lenguaje, presente en toda gran obra. Este surte inconscientemente, a través del ritmo, su efecto en quienes no son especialistas en análisis de textos literarios. Este ritmo organiza el sentido de la obra y lo orienta políticamente a cambiar las ideologías del sistema social de época. Esto no les gusta a quienes buscan relatos de aventuras, no las aventuras de los relatos, ya que la ideología que corresponde a este tipo de lector-a es el mantenimiento del orden político de una sociedad.

El escritor o escritora que tiene conciencia de su oficio realiza a veces este trabajo de transformación en contra de sí mismo y de sus lectores-ras. En virtud de este doble trabajo artístico del lenguaje y de transformación de las ideologías del sistema socio-epocal, se asegura el escritor-a la calidad de su obra. Esta calidad obra nunca perime, aunque las circunstancias de época y la sociedad donde fue escrita hayan caducado o desaparecido. A cada lectura y en cada época la obra de calidad libera nuevos sentidos que no habían sido descubiertos por los lectores anteriores.

A propósito de la autobiografía “A la sombra de mi abuelo”, de Aída Trujillo, concluyo en que la obra es una ideología que concuerda con el yo de la autora. Es una rebelión en contra de la situación que sufrió a partir del momento en que tuvo conciencia de los efectos devastadores de la dictadura de partido único que estableció su abuelo en nuestro país. Pero la rebelión refuerza lo que combate. No es extraño que la extrema derecha de su abuelo la haya llevado, en su juventud, a simpatizar con el comunismo, el cual inscribe la dictadura de partido único en su esquema de la toma del poder.

Cuando releo la obra, no encuentro la transformación de ideologías existentes en otras autobiografías o memorias desde que ese género fue inaugurado en el siglo XVII por Sor Juana Inés de la Cruz, con su “Respuesta a Sor Filotea de la Cruz”, elongación del “Primero sueño”, donde criticó, sutilmente, al régimen inquisitorial, colonial y machista que atentaba incluso  contra su más íntima subjetividad, cual era la pasión por la escritura y el conocimiento (Renaud, 25)

Tampoco encuentro en el libro de Aída Trujillo ninguna práctica transformadora de las ideologías de su época, como la expuesta en el siglo XVIII por Fray Servando Teresa de Mier en sus “Memorias”, las cuales, al decir de Maryse Renaud, enfatizan “en el antagonismo entre peninsulares y americanos, la denuncia del racismo de los españoles y un mal disimulado afán independentista, a la par que se reivindica para América la creación de mitos plenamente naciones capaces de competir con las imposiciones de la cultura española –el extravagante y muy personal mito de Santo Tomé, propuesto como correlato del Santiago Apóstol creado por los españoles.” (Renaud, 24-25)

Ni siquiera encuentro en el libro de Aída Trujillo una reflexión radical sobre ningún tema de interés para su humanidad presente: filosofía, historia, lenguaje, literatura, feminismo, sujeto, cultura. No se rebela contra nada, no transforma nada. Su vida sexual, sobre la cual pudo realizar una reflexión, es un amasijo de encuentros y desencuentros de parejas. Hay un quietismo, un sufrir, un rosario de quejas y sufrimientos, pero ninguna acción que trascienda su pobre cotidianidad.

Incluso dentro del comunismo que una vez la sedujo, no hubo ni un solo compromiso con los regímenes de partido único. Al contrario, siente orgullo por el franquismo que a veces la saca de apuros. No se embarcó para Cuba como Monika Krause a imponer una visión diferente de la sexualidad, no se embarcó para Nicaragua. No cogió el monte, como lo hizo la alemana Vera Grabe en Colombia con el M-19 o las colombianas María Eugenia Vásquez Perdomo y Tania.

Y la mexicana Frida Kahlo en el arte y la política (Estripeault-Bourjac, 147-182). Cuando leemos la autobiografía de estas guerrilleras, aunque estuvieran equivocadas, la admiración salta a la vista. Se han inventado como sujetos y la subjetividad que ampliaron es un compromiso que beneficia a las mujeres y la sociedad. (Continuará).

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