Autonegación injustificada

Autonegación injustificada

La Constitución y los usos históricos ponen a disposición del Poder Ejecutivo la facultad de indultar, que es perdonar sin olvido y llenando rigurosas condiciones, a un número equis de convictos del sistema penitenciario cada año. Una vía universalmente recorrida para que desde la primera magistratura de una nación el ejercicio de gobernar incluya gestos magnánimos en favor de individuos que aún en deuda con la sociedad, observan buena conducta en su privación de libertad, han cumplido la mitad de la pena, están en prisión por una hecho específico, no por una carrera delictiva, y su excarcelación no encierra peligros para la sociedad, según previo estudio de sus circunstancias.

En los centros de corrección dominicanos debe haber un buen número de personas aptas para recibir el beneficio del perdón oficial, pero la puerta de acceso al indulto ha sido cerrada por absolutos y particulares criterios de autoridades, en reacción desmesurada a un abuso o desnaturalización de esta concesión en los últimos años. El perdón se vendía; estaba en un escaparate al mejor postor; y reos sin méritos, con la mancha de proceder de un narcotráfico extendido y sólido en su acumulación de riquezas mal habidas, lograban salir de la cárcel. ¿Se justifica que la anterior práctica en altos niveles de dejarse sobornar para recomendar indultos mantenga negado tan empeñosamente ese perdón a quienes puedan merecerlos?

LOS DEUDOS DE NUESTRAS CULPAS

Elocuentemente el vespertino El Nacional puso en evidencia una vez más en su edición del viernes la ignominia de que los cementerios de Santo Domingo están, en gran medida, tomados por la delincuencia. Afrenta vil a nuestros antepasados.

Un país que no sea capaz de preservar el orden en sus necrópolis y rodear de paz las tumbas de sus ancestros, tiene que avergonzarse. Revisarse a fondo y hasta llorar su incompetencia ante una obligación moral de cuyo cumplimiento dependería de alguna manera que se le pueda considerar civilizado y cristiano.

Por décadas hemos visto la ofensa. La profanación permanente expresada en robos y daños a tumbas y panteones y en la agresión directa de malhechores sobre deudos y otros visitantes. Hemos visto una asombrosa deserción de autoridades, tanto municipales como nacionales, que han debido cumplir sus deberes con fuerza y vigilancia, sobre los camposantos.

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