Avatares del debido proceso

Avatares del debido proceso

EDUARDO JORGE PRATS
La República Dominicana dio un salto dialéctico al aprobar y poner en vigor el Código Procesal Penal que derogó el anacrónico Código de Procedimiento Criminal. Tras toda una vida republicana caracterizada por un desfase entre el modelo acusatorio y garantista plasmado en la Constitución de 1844 y el modelo inquisitorio y autoritario de la legislación procesal adjetiva, los dominicanos decidimos hacer realidad uno de los más viejos ideales del Estado de Derecho: la existencia de una justicia pen al pública, imparcial, oral, contradictoria, rápida y basada en la presunción de inocencia.

El impacto de la zznueva legislación no tardó en hacerse sentir. La rapidez de los procesos, el rediseño de las salas de audiencia que eliminó el infame “banquillo de los acusados” y equiparó arquitectónicamente a las partes en el proceso, y el control judicial de las medidas de coerción sobre los imputados son todas consecuencias positivas del nuevo régimen procesal penal. Sin embargo, el influjo de una perniciosa cultura jurídica inquisitorial y ritual y la resistencia de los poderes a la nueva legislación han condicionado la vigencia efectiva de muchas de las disposiciones del Código Procesal Penal.

Para muestra bastan algunos botones. Comenzando por la imposición de las medidas de coerción. Ya sabemos que el Código no solo ha sometido a control judicial la imposición de las mismas sino que ha consagrado todo un menú de opciones de coerción que van desde la presentación de garantías económicas y la obligación de presentarse a juez periódicamente hasta la prisión preventiva. Sin embargo, lo que vemos en la práctica judicial que sufrimos todos los días es que tanto el Ministerio Público como los jueces solo saben solicitar y establecer la prisión preventiva como medida de coerción. Peor aun, a pesar de que el Código es claro en cuanto a que tales medidas solo proceden si y solo si existen elementos de pruebas suficientes, hay peligro de fuga y la infracción está reprimida con pena privativa de libertad, los jueces acostumbran a despacharse con resoluciones que imponen medidas de coerción, sin estar reunidas todas y cada una de estas circunstancias o no estar configuradas conforme la descripción que el propio Código ofrece.

Otro ejemplo de desnaturalización de los preceptos del Código Procesal Penal lo ofrece la disposición que ordena que las personas arrestadas deben ser llevadas en un plazo de 24 horas ante un juez para que ordene la prisión o la puesta en libertad. Jueces y fiscales se han puesto de acuerdo para considerar que este plazo legal es violatorio del plazo de las 48 horas establecido por el Artículo 8, numeral 2, de la Constitución. Con esta interpretación medalaganaria y autoritaria, estos operadores del sistema judicial pasan por alto adrede que los derechos fundamentales, en este caso la libertad física, deben ser interpretados a favor de la persona (in dubio pro homine) y a favor de la libertad (in dubio pro libertate), como bien ha establecido la jurisprudencia internacional de los derechos humanos. Sobra indicar que esta jurisprudencia, como bien ha establecido la Suprema Corte de Justicia en su Resolución 1820-2003 –despectiva y peyorativamente bautizada por los jueces y fiscales trujillistas como el Poema 20, en alusión a que esta resolución es tan solo poesía, como los “20 poemas de amor y una canción desesperada”, de Pablo Neruda– es vinculante para la República Dominicana.

Estos ejemplos evidencian que la cultura procesal inquisitorial está erosionando, en las propias narices de la Suprema Corte de Justicia y de la sociedad civil que ha impulsado la reforma procesal penal, los precarios logros que para la libertad, el debido proceso y el Estado de Derecho conquistó el Código Procesal Penal. Si no se produce una reacción jurisprudencial rápida frente a esta lamentable evolución, en pocos años estaremos en iguales o peores condiciones que cuando intervino la reforma. Porque, como bien lo saben los abogados de todos los tiempos, una norma jurídica perfectamente válida es irrelevante cuando no es socialmente efectiva. Y aquí, como en muchas áreas de nuestro Derecho, el ser está eliminando el deber ser al extremo de que ya comienza a exigirse no lo que es debido sino lo que fácticamente imponen los poderes penales salvajes.

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