Mi vieja máquina

Mi vieja máquina

En la puesta en circulación del libro de Ramón Colombo había una vieja máquina sobre una mesita alta, que a mí me rompió el corazón. Era una Remington de carro grande, y Colombo la puso allí para justificar un discurso nostálgico que era como el epitafio de su propia vida. Cuando uno es casi viejo no hay fuga posible, y sólo la nostalgia o la muerte te permiten escapar de la inexorabilidad del presente. Yo hablé en el acto y mientras lo hacía sentía que esa máquina era como una ventana al pasado, por la que me introducía al recuerdo, y me veía a mí mismo fantaseando con mi espontaneidad y mi simpleza, con mi máquina de escribir en ristre, tratando de dibujar con las palabras, en forma desenfadada y ríspida, todas las urgencias de la vida que mi utopía concebía.

Mi vieja máquina era silenciosa y fiel, no se entrometía en mis reflexiones, ni me apuraba cuando me detenía largo tiempo meditando lo que iba a escribir. Soy un hombre que viene de la Galaxia de Gutemberg, recorrí mi propia aventura espiritual escribiendo miles de páginas en mi vieja máquina portátil Olimpia Lettera, y frente a la computadora en que ahora escribo siento, muchas veces, una ausencia de libertad. Pero es una falta de libertad extraña, porque no es un sometimiento irracional, sino más bien como el sometimiento a un aparato técnico que hace más cómodo y funcional el trabajo y eleva la productividad. Solo que la jerarquía racional de ese aparato, con el cual escribo, me intimida.

Provengo de la Galaxia de Gutemberg- repito-, y fue sólo después de un gran esfuerzo de desarraigo que pude entrar al mundo de las computadoras. Pero todavía miro con ternura hacia mi vieja máquina abandonada en un rincón de mi biblioteca, y palpo la coacción de la racionalidad tecnológica, la legalidad del dominio de una sociedad totalitaria de base racional. La masa del saber técnicamente utilizable que contiene una computadora es, para mí, una estructura de apoyo al pensamiento. Herbert Marcuse escribió algo que he vuelto a recordar, en medio de la necesidad de pensar la sociedad que nos ha tocado vivir. Él decía que “El concepto de razón técnica es quizá él mismo ideología. No sólo por su aplicación, sino que ya la técnica misma es dominio sobre la naturaleza y sobre los hombres. Un dominio metódico, científico, calculado y calculante.”

Quizás por ello, en mi biblioteca, rodeado de mis libros, con mis muebles y los cuadros con mis títulos universitarios y mis premios; mi propia computadora pulsa la manipulación sicológica, queriéndome meter la guayaba de que quien piensa es ella. Y no. Mirando hacia mi vieja máquina arrinconada, sé que el poder de control de la técnica es un saber justificable sólo cuando expande la idea de la libertad del hombre y la mujer. Pero, sobre todo, que ese saber codificado que su configuración atesora está en potencia, y, como en la vieja filosofía aristotélica, soy yo, su dueño, su amo y señor, quien lo pone en acción. Mis peleas con la computadora son, por lo tanto, una muestra de la discordia entre racionalidad y pasión, que se puede sentir incluso desde la posmodernidad marginal que vivimos en esta media isla.

A veces pienso que el contenido de la razón técnica se ha convertido en mito, arrancando también a la función técnica la inocencia de ser un medio con el cual se pueden lograr múltiples fines. Quizás soy viejo, quizás sienta, sin saberlo, una conexión inmanente entre el mundo de mi vieja máquina silenciosa y fiel (que ha desaparecido), y el apabullante mundo del computador. Y entonces, me invade la nostalgia…

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