Aventuras de la ley

<p>Aventuras de la ley</p>

EMMANUEL RAMOS MESSINA
Ahí está ella, sentada en el banquillo de los acusados, y anda mal vestida y deteriorada. Está triste y parece que sufre de depresión, y da pena mirarla. Tiene la mirada hueca de las estatuas griegas. Es el mismo banquillo donde juzgan a los pillos, a los malandrines, a los truhanes y a los corruptos.

Frente a ella está una toga negra y dicen que dentro de la toga hay un juez con espejuelos y cataratas morales. Hay un abanico eléctrico al que se le olvidó echar fresco. En el medio, está un Cristo desteñido, cansado de oír mentiras. La acusada es la ley.

Tiene ojeras y parece muy enferma.
El juez manotea contra una mosca que insiste en meterse en el juicio (las moscas conocen lo podrido y lo sano). La ley (la acusada), es tan impopular que nadie quiere defenderla, y al abogado de oficio hubo que traerlo a rastras.

El juez tiene en la cara el rostro de otras causas desteñidas y quiere que la comedia acabe pronto para tomarse unas pastillas; su mano acaricia la sentencia prefabricada y sellada, que por “orden superior” tiene que dictar. La prensa no asistió a juicio y el lector tiene que conformarse con esta crónica intrascendente.

Los cargos y vilipendios contra la acusada (la ley), son severos. En el pesado expediente la acusan de ser perra faldera de los poderosos, las religiones, etc.; de recibir influencias extranjeras; la acusan de ser confusa, contradictoria, miedosa ocultadora de feas componendas y hasta de ser la tonta útil de los nobles, cortesanos y gobernantes; nadie apuesta por ella.

La acusada tiene una mala historia. Se dice que a nuestra isla la trajeron cuando Colón, en la bodega apestosa de las carabelas. No se sabe por qué ella no vino en primera clase como su colega la religión (culpas de los tiempos y no de España). De allá la mandaron los Reyes Católicos a cumplir su eterna y desagradable función colonizadora, y más parecía una exiliada que una dignataria. Cuando llegó, su casa fue un cobertizo y le asignaron no un corcel sino una potranca. Su presencia hasta ahora no ha cambiado nada. Su mala fama de fracasada viene de lejos. Dicen que fracasó con las tablas de Moisés y después se limitó a añadir más tablas, las que se usan para apalear a los de abajo, cuya voz y protestas se han quedado siempre en los escalones de los palacios y cortes.

(Y como suele acontecer, mientras transcribíamos este relato, el juez tose su asma, mira aburrido al Cristo delante de él, y abajo, en la gaveta, late impaciente aquella sentencia condenatoria y ya firmada y sellada “por orden superior”, cosa que a nadie deberá sorprender ni extrañar).

A lo mejor al creador de la ley se le olvidó quizás por ingenuidad, que a ella había que completarla con la fuerza y así se hizo. Grave error, porque a la fuerza no le pusieron ni límite ni freno, como lo saben los pueblos que han tenido el infortunio de probarla, porque a la fuerza se opuso el músculo del más fuerte, y por eso ella siempre muere en la lucha zoológica tal y como lo prueba nuestra historia.

Pero hay esperanzas, porque quizás las leyes se podrán usar y aplicar en el futuro, vía el hipnotismo o carisma del líder; o por la ingestión de sustancias químicas, una especie de éxtasis o crack legal, vía pastillas o biberones. No sería tiempo perdido intentar que sustancias narcotraficadas se pudieran reivindicar mezclándolas con hormonas de la obediencia a la justicia; o quizás se logre la vacuna de la legalidad, algo así como la vitamina de la decencia; o la castración de la glándula de pecar; o quizás implantar en el cerebro de unas cuantas bestias humanas un chip o transistor o mecanismo digital de la honestidad y obediencia, tecnología de punta (solución descartada sería usar aquella nueva bomba de neutrones que no destruye los edificios y sólo mata la gente).

(Pero mientras tanto, en la gaveta del juez asmático que tose y tose, late la sentencia que va a ser dictada dentro de diez minutos cuando termine de llenar un crucigrama).

Y así, sin público asistente, con sus ojeras y ropa desteñida, la acusada oyó la acostumbrada sentencia mientras el Cristo petrificado continúa silente, como si nada raro hubiera pasado en el mundo.

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