Me había empecinado con el inicio solista del Concierto para violín de Brahms. Tal era y es su fuerza, su dignidad masculina, su certidumbre en lo que expresa, que solía yo tocar en la amplia sala de la imprenta paterna el inicio del gran solo que abre el magistral concierto. No tenía la partitura. Tocaba de memoria los veinte o treinta compases que me eran familiares.
No conocía el resto del concierto hasta el punto de poderlo tocar, pero me sentía muy bien, muy fuerte, cuando tocaba la decena de compases que más o menos manejaba.
En ese tiempo tenía casi listo el concierto para violín y orquesta de Tchaikovsky. Lo trabajaba diariamente, en las mañanas, las tardes o cuando empezaba a anochecer. Se pensaba que trabajaba mucho mi violín hasta el punto de que el venerable maestro José de Jesús Ravelo llamó la atención de mi padre, considerando que tanto estudio era perjudicial. Lo cierto es que nadie nunca me forzó y no practicaba ni siquiera la mitad del tiempo que cualquier estudiante dedicaba a su instrumento en una gran ciudad, envuelto en las rigideces de un conservatorio.
A lo que vamos… cuando Trujillo pasaba en su solemne vehículo cinco estrellas frente a la imprenta de mi padre en la calle Padre Billini, solía escuchar mi violín.
– ¿Y qué toca el hijo de Gimbernard? -Preguntó una tarde a su culto acompañante (creo que era Telésforo Calderón).
-Es el Concierto de Tchaikovsky.
-¿Y por qué no lo toca en público?
-No lo sé, Jefe.
-¡Que acabe de tocarlo!
Don Telésforo, que era amigo de mi padre, le comentó el asunto y éste, pícaro, en un encuentro con el director de la sinfónica, maestro Roberto Caggiano, le dijo: ¿Usted no estaba enterado de que el generalísimo tiene interés en que Jacinto presente el Concierto de Tchaikovsky…? Parece que le gusta mucho… creo que vendría al concierto….
Caggiano fijó rápidamente la fecha y dispuso ensayos diarios con la orquesta, que acostumbraba a trabajar poco y acogió el asunto de muy mala gana. Si algún pasaje no me salía del todo claro, me miraban burlonamente. Un magnífico violinista italiano, Alessandro Bottero, quien era capaz de interpretar impecablemente obras de alto virtuosismo, se dedicó a tocar, durante los intermedios, cada pasaje que no me había salido perfecto. Los músicos se divertían. “¡Coge ahí!”, musitaban.
Pero Bottero era un artista que no resistía presiones. En cierto intermedio, luego que un par de escalas no me salieron impecables, el italiano tomó su violín y las tocó perfectamente. Se me metió el diablo en el cuerpo y, en una actitud completamente contraria a mi naturaleza, le vociferé: “Usted se cree mejor que yo y no lo es. ¡Lo reto a que toquemos ahora cualquier concierto… el que usted quiera!”.
Se hizo un silencio dramático. Fue una locura mía, que era aún un muchacho y apenas tocaba un par de obras. “Digan un concierto… cualquiera”.
Se escuchó una voz que susurró: “Brahms”. Y yo arranqué con los compases que me sabía y lo reté a que los tocara él. No pudo. Los nervios lo traicionaron y yo, aún alterado, enfrenté a los músicos: ¡ven, no es mejor músico que yo! No volvieron a molestarme.
La verdad es yo estaba apenas a la altura de los requerimientos del Tchaikovsky, y la noche del concierto mi interpretación no fue impecable, pero sí estuvo llena de energía y radiación poética. El público, emocionado, se puso de pie y aplaudió con entusiasmo largamente.
A la salida, un notable pianista nacional le iba comentando al ecuánime musicólogo Julio Ravelo de la Fuente que no entendía la euforia del público, porque tuve uno que otro fallo técnico …algunas “escalas sucias”, y don Julio le dijo -sin enterarse de que yo caminaba detrás de ellos- “¡Ay, no sea envidioso! Ese era Tchaikovski”.